miércoles, 7 de diciembre de 2011

martes, 29 de noviembre de 2011

El simple arte de matar de RAYMOND CHANDLER

La literatura de ficción siempre, en todas sus formas, intentó ser realista. Novelas
anticuadas, que ahora parecen pomposas y artificiales, hasta el punto de resultar
ridículas, no lo parecían a las personas que las leyeron por primera vez. Escritores como
Fielding y Smollett podrían parecer realistas en el sentido moderno, porque en general
dibujaban personajes sin inhibiciones, muchos de los cuales no estaban muy lejos de
la frontera de la ley, pero las crónicas de Jane Austen sobre personas muy inhibidas,
contra un fondo de aristocracia rural, parecen bastante reales en términos psicológicos.
En la actualidad abunda ese tipo de hipocresía moral y social. Agréguesele una dosis
liberal de presuntuosidad intelectual, y se obtendrá el tono de la página literaria de
su periódico y el sincero y fatuo ambiente engendrado por los grupos de discusión de
los pequeños clubes. Ésas son las personas que apuntaban a los best-sellers, que son
trabajos de promoción basados en una especie de explotación indirecta del esnobismo,
cuidadosamente escoltados por las focas adiestradas de la fraternidad crítica, y
cuidados y regados con amor por ciertos grupos de presión demasiado poderosos,
cuyo negocio consiste en vender libros, aunque prefieren que uno crea que están
estimulando la cultura. Atrásese un poco en sus pagos y descubrirá cuán idealistas
son.
El relato policial, por varias razones, puede ser objeto de promoción en muy
raras ocasiones. Por lo general se refiere a un asesinato, y por lo tanto carece del
elemento promocionable. El asesinato, que es una frustración del individuo y por
consiguiente una frustración de la raza, puede poseer -y en rigor posee- una buena
proporción de inferencias sociológicas. Pero existe desde hace demasiado tiempo
como para constituir una noticia. Si la novela de misterio es realista (cosa que muy
pocas veces es), está escrita con cierto espíritu de desapego; de lo contrario nadie,
salvo un psicópata, querría escribirla o leerla. La novela de crímenes tiene también
una forma deprimente de dedicarse a sus cosas, solucionar sus problemas y
contestar sus preguntas. Nada queda por analizar, aparte de si está lo bastante bien
escrita como para ser buena literatura de ficción, y de todos modos la gente que
contribuye a las ventas de medio millón de dólares nada sabe de esas cosas. La
búsqueda de la calidad en la literatura es ya bastante difícil para aquellos que hacen
de esa tarea una profesión, sin tener que prestar además demasiada atención a las
ventas anticipadas.
El relato de detectives (quizá será mejor que lo llame así, pues la fórmula inglesa
sigue dominando el oficio) tiene que encontrar su público por medio de un lento
proceso de destilación. Así lo hace, y se aferra a él con gran tenacidad, y eso es un
hecho; las razones por las cuales lo hace exigen un estudio de mentalidades más
pacientes que la mía. Tampoco es parte de mi tesis la de que constituya una forma
vital e importante del arte. No existen tales formas vitales e importantes del arte; sólo
existe el arte, y en muy escasa proporción. El crecimiento de las poblaciones no
aumentó en manera alguna esa proporción; no hizo más que acrecentar la destreza
con que se producen y expenden los sustitutos.
Y, sin embargo, el relato detectivesco, aun en su forma más convencional, ofrece
dificultades para ser bien escrito. Las buenas muestras de arte son mucho más raras
que las buenas novelas serias. Mercancías de segunda fila sobreviven a la mayor
parte de la literatura de ficción de alta velocidad, y muchas de las que jamás habrían
debido nacer se niegan, lisa y llanamente, a morir. Son tan perdurables como las
estatuas que hay en los paseos públicos, e igualmente aburridas.
Esto resulta muy molesto para la gente que posee lo que se llama discernimiento. No les
gusta que las obras de ficción penetrantes e importantes, de hace algunos años, ocupen
sus propios anaqueles especiales en la librería, con el rótulo de «best-sellers de años
ha», y que nadie se acerque a ellos, salvo uno que otro cliente miope que se inclina,
lanza una breve mirada y se aleja a toda prisa; en tanto que las ancianas se empujan
unas a otras ante la estantería de los misterios para atrapar alguna muestra de la misma
vendimia, con un título como El caso del triple asesinato o El inspector Pinchbottle
acude a la escena. No les gusta que «los libros realmente importantes» acumulen
polvo en el mostrador de las reimpresiones, mientras La muerte usa ligas amarillas se
publica en ediciones de cincuenta o cien mil ejemplares, se distribuye en los quioscos
de revistas de todo el país, y es evidente que no está en ellos sólo para decir adiós al que
pasa.
A decir verdad, a mí tampoco me gusta mucho. En mis momentos menos
campanudos yo también escribo relatos de detectives, y toda esa inmortalidad
proporciona un exceso de competencia. Ni siquiera Einstein podría ir muy lejos si
todos los años se publicaran trescientos tratados de física superior y varios millares
de otros, en una u otra forma, rondaran por ahí en excelentes condiciones, y además
se los leyera.
Hemingway dice en alguna parte que el buen escritor compite sólo con los
muertos. El buen escritor de relatos detectivescos (a fin de cuentas tiene que haber
unos pocos) compite no sólo con los muertos no enterrados, sino también con todas
las multitudes de los vivientes. Y en términos casi de igualdad, porque una de las
cualidades de ese tipo de literatura consiste en que lo que hace que la gente la lea
nunca pierde el estilo. Es posible que la corbata del protagonista esté un poco
pasada de moda y que el bueno y canoso inspector llegue en un carricoche y no en
un sedán aerodinámico, con la sirena aullando, pero lo que hace cuando llega es el
mismo antiguo ocuparse de comprobaciones de horas y de trozos de papel
chamuscado, y de quién pisoteó la vieja y querida planta en flor que crece bajo la
ventana de la biblioteca.
Sin embargo, yo tengo un interés menos sórdido en el asunto. Me parece que la
producción de relatos de detectives en tan gran escala, y por escritores cuya
recompensa inmediata es tan pequeña, y cuya necesidad de elogio crítico es casi
nula, no sería en modo alguno posible si el trabajo exigiera algún talento. En ese
sentido, la ceja enarcada del crítico y la sospechosa comercialización del editor son
perfectamente lógicas. El relato detectivesco común quizá no sea peor que la novela
común, pero uno nunca ve la novela común. No se la publica. La novela detectivesca común, o apenas por encima de lo común, sí se publica. Y no sólo es publicada, sino que es vendida en pequeñas cantidades a bibliotecas ambulantes, y es leída. Inclusive hay unos pocos optimistas que la compran al precio de dos dólares al contado, porque tiene un aspecto tan fresco y nuevo, y porque hay en la cubierta el dibujo de un cadáver.
Y lo extraño es que ese producto de una literatura de ficción absolutamente irreal
y mecánica, más que medianamente aburrida y marchita, no es muy distinto de lo
que se denomina obras maestras del arte. Se arrastra con un poco más de lentitud,
el diálogo es un tanto más gris, el cartón del que se ha recortado a los personajes es
apenas más delgado y las trampas un poco más evidentes. Pero es el mismo tipo de
libro. En tanto que una buena novela no es en modo alguno el mismo tipo de libro
que la mala novela. Se refiere a cosas distintas desde cualquier punto de vista. Pero
el buen relato de detectives y el mal relato de detectives se refieren exactamente a
las mismas cosas, y se refieren a ellas más o menos de la misma manera. (También
existen motivos para esto, y motivos para los motivos; siempre es así.)
Supongo que el principal dilema de la novela de detectives tradicional, clásica,
directamente deductiva o de lógica y deducción consiste en que para acercarse en
alguna medida a la perfección, exige una combinación de cualidades que no se
puede encontrar en el mismo espíritu. El constructor frío no siempre crea al mismo
tiempo personajes vivaces, un diálogo agudo, un sentido del ritmo y un penetrante
empleo del detalle observado. El torvo lógico obtiene tanto ambiente como el que
hay en un tablero de dibujo. El investigador científico tiene un bonito y reluciente
laboratorio nuevo, pero lo siento mucho, no puedo recordar su cara. El tipo que
puede escribirle a uno una prosa vívida y llena de colorido no se molesta en absoluto
con el trabajo de coolie de atacar las coartadas inatacables.
El maestro poseedor de raros conocimientos vive, en términos psicológicos, en la
época de las faldas de miriñaque. Si uno sabe todo lo que debería saber sobre
cerámica o sobre la labor de costura egipcia, no sabe nada sobre la policía. Si sabe
que el platino no se funde por debajo de los 2.800 grados Fahrenheit, pero que sí lo
hace bajo la mirada de un par de ojos intensamente azules; cuando se le pone cerca
de una barra de plomo no sabe cómo hacen el amor los hombres en el siglo XX. Y si
sabe lo suficiente sobre la elegante flanerie de la Riviera francesa de preguerra
como para hacer que su relato se desarrolle en ese escenario, entonces no sabe
que un par de cápsulas de barbital lo bastante pequeñas para ser tragadas no sólo
no matan a un hombre, sino que ni siquiera consiguen hacerle dormir si él se resiste
a dormirse.
Todos los escritores de relatos de detectives cometen errores, y ninguno sabrá
nunca tanto como debería. Conan Doyle cometió errores que invalidaron por
completo algunos de sus relatos, pero fue un precursor, y a fin de cuentas Sherlock
Holmes es sobre todo una actitud y algunas docenas de líneas de un diálogo
inolvidable. Los que realmente me tumban son las damas y caballeros de lo que
Howard Haycraft (en su libro Murder for Pleasure) llama la Edad de Oro de la ficción
detectivesca. Esa edad no es remota. Para los fines de Haycraft, empieza después
de la Primera Guerra Mundial y dura más o menos hasta 1930. Para todos los fines
prácticos, todavía existe. Dos terceras o tres cuartas partes de todas las narraciones
detectivescas publicadas todavía siguen la fórmula que los gigantes de esa era
crearon, perfeccionaron, pulieron y vendieron al mundo como problemas de lógica y
deducción.
Éstas son palabras severas, pero no se alarmen. Son sólo palabras. Echemos
una mirada a una de las glorias de la literatura, una obra maestra reconocida del arte
de engañar al lector sin estafarlo. Se llama El misterio de la casa roja, fue escrita por
A. A. Milne, y Alexander Wollcott (un hombre más bien rápido con los superlativos) la
consideró «uno de los tres mejores relatos de misterio de todos los tiempos».
Palabras de esas dimensiones no se pronuncian con ligereza. El libro se publicó en
1922, pero es casi intemporal, y con suma facilidad habría podido ser publicado en
julio de 1939 o, con unos pocos y leves cambios, la semana pasada. Tuvo trece
ediciones y parece haberse vendido, en su tamaño primitivo, durante dieciséis años.
Eso sucede con muy pocos libros, de cualquier tipo que fueren. Es un libro
agradable, ligero, divertido, al estilo de Punch, escrito con una engañosa suavidad
que no es tan fácil como parece.
Se refiere a la suplantación, por Mark Ablett, de su hermano Robert, a modo de
broma a sus amigos. Mark es el dueño de la Casa Roja, una típica casa de campo
inglesa, y tiene un secretario que le alienta y ayuda en su suplantación, porque el
secretario piensa asesinarle si logra hacerla bien. En la Casa Roja nadie ha visto
nunca a Robert, desde hace quince años ausente en Australia y conocido de todos
por su reputación de pillastre. Se habla de una carta de Robert, pero nunca es
mostrada. Anuncia su llegada, y Mark insinúa que no será una ocasión placentera. Y
entonces, una tarde llega el supuesto Robert, se identifica ante una pareja de
sirvientes, se le hace pasar al estudio y Mark (según declaraciones prestadas en el
sumario judicial) le sigue. Después se encuentra a Robert muerto en el suelo, con un
agujero de bala en la cara, y, por supuesto, Mark ha desaparecido. Llega la policía,
sospecha que Mark debe de ser el asesino, elimina los restos y lleva adelante la
investigación, y a su debido tiempo el sumario judicial.
Milne tiene conciencia de un obstáculo muy difícil, y trata de superarlo como
mejor puede. Como el secretario va a asesinar a Mark en cuanto éste se haya
establecido como Robert, la suplantación tiene que continuar y burlar a la policía.
Pero además, como todos en la Casa Roja conocen íntimamente a Mark, es
necesario un disfraz. Esto se logra afeitando la barba de Mark, haciendo más rudas
sus manos («no las manos manicuradas de un caballero»: declaración) y usando
una voz gruñona y de modales toscos.
Pero eso no es suficiente. Los policías tendrán el cadáver, las ropas que lo
cubren y el contenido de los bolsillos de éstas. Por consiguiente, nada de eso debe
sugerir a Mark. Milne trabaja entonces como una locomotora de maniobras para
imponer la idea de que Mark es un actor tan engreído que se disfraza inclusive en lo
que respecta a los calcetines y la ropa interior (de todo lo cual el secretario ha
eliminado las marcas del fabricante), como un mal actor que se ennegrece la cara
para representar a Otelo. Milne calcula que si el lector se traga eso (y las cifras de
ventas muestran que así ha sucedido), estará pisando terreno firme. Pero por frágil
que pueda ser la textura del relato, es presentado como un problema de lógica y
deducción.
Si no es eso, no es ninguna otra cosa. Nada tiene que lo convierta en ninguna
otra cosa. Si la situación es falsa, ni siquiera se la puede aceptar como una novela
ligera, pues no hay relato alguno que la novela ligera tenga como contenido. Si el
problema no contiene los elementos de verdad y plausibilidad, no es un problema; si
la lógica es una alusión, nada hay que deducir. Si la personificación es imposible en
cuanto se informa al lector de las condiciones que debe tener, entonces toda la
novela es un fraude. No un fraude deliberado, porque Milne no habría escrito la
novela si hubiese sabido con qué tropezaría. Porque tiene ante sí gran cantidad de
cosas mortíferas, ninguna de las cuales es objeto de su consideración. Y por lo que
parece tampoco las tiene en cuenta el lector casual, quien desea que el relato le
agrade y, por lo tanto, lo toma en su valor nominal. Pero el lector no está obligado a
conocer los hechos de la vida; el experto en el caso es el autor. Y he aquí lo que ese
autor ignora:
1. El juez de instrucción lleva a cabo un sumario judicial respecto de un cadáver
del cual no se ofrece una identificación legalmente competente. Un juez de
instrucción, por lo general en una gran ciudad, realiza a veces un sumario con un
cadáver que no se puede identificar, cuando el registro de semejante sumario tiene o
puede tener un valor (incendio, desastre, pruebas de asesinato, etc.). Pero aquí no
existen esos motivos, y no hay nadie que pueda identificar el cadáver. Un par de
testigos han dicho que el hombre afirmó que era Robert Ablett. Eso es pura
presunción, y sólo tiene peso si no existe nada que lo contradiga. La identificación es
prerrequisito de un sumario judicial. Aun en la muerte, un hombre tiene derecho a su
propia identidad. El juez de instrucción tiene que imponer ese derecho, donde tal
cosa sea humanamente posible. Hacer caso omiso de ello constituiría una violación
de las obligaciones de su cargo.
2. Como Mark Ablett, desaparecido y sospechoso de asesinato, no puede
defenderse, son vitales todas las pruebas de sus movimientos antes y después del
asesinato (como también si posee dinero con el cual huir). Y, sin embargo, todas las
pruebas en ese sentido son ofrecidas por el hombre que está más próximo al
asesinato, y carecen de corroboración. Resultan automáticamente sospechosas,
hasta que se demuestre que son verdaderas.
3. La policía descubre, por investigación directa, que Robert Ablett no gozaba de
buena reputación en su aldea natal. Alguien en ella debe de haberle conocido.
Ninguna de esas personas comparece durante el sumario judicial. (El relato no lo
toleraría.)
4. La policía sabe que hay un elemento de amenaza en la supuesta visita de
Robert, y tiene que resultarle evidente que está vinculado con el asesinato. y, sin
embargo, no intenta seguir los pasos de Robert en Australia, o descubrir qué
reputación tenía allá, o qué vinculaciones, o inclusive si es cierto que ha ido a
Inglaterra, y con quién. (Si lo hubiera hecho, habría descubierto que estaba muerto
desde hacía tres años.)
5. El médico forense examina el cadáver, que tiene una barba recién afeitada
(deja al descubierto una piel no atezada), manos artificialmente maltratadas, pero
que es el cuerpo de un hombre adinerado, de vida ociosa, residente desde hace
tiempo en un clima fresco. Robert era un individuo rudo y había vivido durante
quince años en Australia. Ésa es la información del médico. Es imposible que no
haya advertido nada que la contradijese.
6. Las ropas son anónimas, no contienen nada, y marcas del fabricante han sido
quitadas. Pero el hombre que las usaba declaró una identidad. La presunción de que
no era quien decía ser resulta abrumadora. Nada se hace en relación con esta
circunstancia. Jamás se menciona que se trata de una circunstancia peculiar.
7. Ha desaparecido un hombre -y un hombre de la localidad, muy conocido- y
hay en el depósito un cadáver que se le parece mucho. Es imposible que la policía
elimine en el acto la posibilidad de que el desaparecido sea el muerto. Nada sería
más fácil que probarlo. Pero ni siquiera pensar en ello resulta increíble. Convierte a
los policías en idiotas, para que un descarado aficionado asombre al mundo con una
falsa solución.
El detective del caso es un negligente aficionado llamado Anthony Gillingham, un
buen muchacho de mirada alegre, cómodo apartamento londinense y modales
vivaces. No gana ningún dinero con su tarea, pero está siempre cerca cuando los
gendarmes locales pierden su libreta de anotaciones. La policía inglesa parece
soportarle con su acostumbrado estoicismo, pero tiemblo cuando pienso en lo que le
harían los muchachos de la oficina de homicidios de mi ciudad.
Hay ejemplos menos plausibles que éste. En El último caso de Trent (a menudo
llamado «el perfecto relato detectivesco») hay que aceptar la premisa de que un
gigante de las finanzas internacionales, cuyo más ligero fruncimiento de cejas hace
que Wall Street se estremezca como un chihuahua, tramará su propia muerte para
lograr el ajusticiamiento de su secretario, y que éste, cuando es arrestado, mantenga
un aristocrático silencio; es posible que ello se deba a que es un viejo licenciado de
Eton. He conocido relativamente pocos financieros internacionales, pero se me
ocurre que el autor de la novela ha conocido (si ello es posible) a muchos menos.
Hay una novela de Freeman Wills Crofts (el más sólido constructor de todos,
cuando no se pone muy fantasioso) en la que un asesino, con la ayuda de
maquillaje, sincronización de fracciones de segundo y una muy bonita huida,
personifica al hombre que acaba de asesinar, con lo cual logra tenerlo vivo y lejos
del lugar del asesinato. Hay una de Dorothy Sayers en la cual un hombre es
asesinado de noche, en su casa, por medio de un peso que se suelta
mecánicamente, y que funciona porque él siempre enciende la radio en tal y cual
momento, siempre se mantiene en tal y cual posición delante del aparato, y siempre
se inclina hasta tal y cual punto. Un par de centímetros de más hacia un lado o hacia
el otro, y los clientes tendrían que esperar a otra oportunidad. Esto es lo que
vulgarmente se conoce como hacer que Dios se le siente a uno en el regazo. un
asesino que necesita tanta ayuda de la Providencia debe de haberse dedicado al
oficio equivocado.
Y hay un argumento de Agatha Christie que presenta en primer plano a M.
Hercules Poirot, el ingenioso belga que habla en una traducción literal de francés
escolar, según el cual, mediante el adecuado empleo de sus «pequeñas células
grises», M. Poirot decide que ninguno de los ocupantes de determinado coche-cama
había podido realizar el asesinato por sí solo, y que por lo tanto todos lo cometieron
juntos, y entonces divide el proceso en una serie de operaciones simples, como si
montara una batidora de huevos. Pertenece al tipo garantizado para convertir la
mente más aguda en pulpa. Sólo un idiota podría adivinarlo.
Hay argumentos mucho mejores de estos mismos escritores y de otros de su
escuela. Puede que en alguna parte exista alguno que realmente soporte un examen
atento. Sería divertido leerlo, aunque hubiese que volver a la página 47 para
refrescar la memoria en cuanto al momento exacto en que el segundo jardinero
trasplantó a una maceta la begonia rosa de té que ganó el primer premio. Nada hay
nuevo en esos relatos, y nada viejo. Los que menciono son todos ingleses, sólo
porque las autoridades (las que existen) parecen entender que los escritores
ingleses llevaban cierta ventaja en esta monótona rutina, y que los norteamericanos
(inclusive el creador de Philo Vance, quizás el personaje más asnal de la literatura
de ficción detectivesca) sólo llegaron a los cursos preparatorios de la universidad.
Esta novela clásica de detectives no aprendió nada ni olvidó nada. Es la
narración que uno encuentra casi todas las semanas en las grandes revistas
satinadas, con bonitas ilustraciones, y que prestan su debido homenaje al amor
virginal y al tipo correcto de artículos suntuarios. Quizás el ritmo se haya hecho un
tanto más rápido y el diálogo un poco más voluble. Se piden más daiquiris helados y
menos vasos de oporto añejo y anticuado; hay más ropas de Vogue y decorados de
House Beautiful, más elegancia, pero no más veracidad. Nos pasamos más tiempo
en hoteles de Miami y en colonias veraniegas de Cape Cod, y no vamos con tanta
frecuencia a contemplar el viejo y grisáceo reloj de sol del jardín isabelino.
Pero en lo fundamental se trata del mismo cuidadoso agrupamiento de
sospechosos, la misma treta absolutamente incomprensible de cómo alguien
apuñaló a la señora Pottington Postlethwaite III con el sólido puñal de platino, en el
preciso instante en que ella tocaba el bemol en lugar del sostenido en la nota más
alta de la Canción de la campana, de Lakmé, en presencia de quince invitados mal
elegidos; la misma ingenua de pijama con adornos de piel, que grita por la noche
para hacer que la gente entre en las habitaciones y salga de ellas corriendo, para
confundir todas las tablas de horarios; el mismo silencio lúgubre al día siguiente,
cuando están sentados sorbiendo cócteles Singapur y mirándose con expresión
despectiva, en tanto que los investigadores se arrastran de un lado a otro, bajo las
alfombras persas, con el sombrero hongo hundido en la cabeza.
Por lo que a mí respecta, me gusta más el estilo inglés. No es tan frágil, y por lo
general la gente usa ropa y bebe bebidas. Hay más sentido del escenario, como si
Cheesecake Manor existiera de veras y por completo, y no sólo la parte que ve la
cámara; hay más largas caminatas por los páramos, y los personajes no tratan de
comportarse todos como si acabaran de ser sometidos a prueba por la MGM. Es
posible que los ingleses no sean siempre los mejores escritores del mundo, pero
son, sin comparación alguna, los mejores escritores aburridos del mundo.
Es preciso hacer una afirmación muy sencilla .en lo que respecta a todos estos
relatos: en el plano intelectual no aparecen como problemas, y en el plano artístico
no aparecen como ficción. Están demasiado elaborados, y tienen demasiado poca
conciencia de lo que sucede en el mundo. Tratan de ser honrados, pero la honradez
es un arte. El mal escritor es deshonesto sin saberlo, y el escritor más o menos
bueno puede ser deshonesto porque no sabe en relación con qué ser honesto.
Piensa que un plan complicado para un asesinato, que ha desconcertado al lector
perezoso porque no se molesta en hacer una lista de los detalles, desconcertará
también a la policía, que tiene la obligación de ocuparse de los detalles.
Los muchachos que apoyan los pies sobre el escritorio saben que el caso de
asesinato que más fácil resulta solucionar es aquel con el cual alguien ha tratado de
pasarse de listo; el que realmente les preocupa es el asesinato que se le ocurrió a
alguien dos minutos antes de llevarlo a cabo. Pero si los escritores de este tipo de
ficción escribieran sobre los asesinatos que ocurren en la realidad, también estarían
obligados a escribir sobre el auténtico sabor de la vida, tal como es vivida. Y como
no pueden hacerlo, fingen que lo que hacen es lo que se debe hacer. Y ésa es una
petición de principio... y los mejores de ellos lo saben.
En su introducción al primer Omnibus of Crime, Dorothy Sayers escribía: «[El
relato detectivesco] no llega, y por hipótesis nunca puede llegar, al plano más alto de
logro literario.» Y en otra parte sugería que ello se debe a que se trata de una
«literatura de evasión» y no de una «literatura de expresión». No sé cuál es el plano
más alto de logro literario; tampoco lo sabían Esquilo ni Shakespeare; tampoco lo
sabe Dorothy Sayers. Cuando los demás elementos son iguales -cosa que nunca
sucede-, un tema más poderoso provoca una ejecución más poderosa. Pero se han
escrito algunos libros muy aburridos acerca de Dios, y algunos muy buenos sobre la
manera de ganarse la vida y seguir siendo honrado. Siempre es cuestión de quién
es el que escribe y de qué tiene adentro para escribir.
En cuanto a literatura de expresión y literatura de evasión, pertenece a la jerga
de los críticos, es una utilización de palabras abstractas como si tuviesen
significados absolutos. Todo lo que se escribe con vitalidad expresa esa vitalidad; no
hay temas vulgares; sólo hay mentalidades vulgares. Todos los que leen escapan de
algo hacia lo que hay detrás de la página impresa; puede discutirse la calidad del
sueño, pero la liberación que ofrece se ha convertido en una necesidad funcional.
Todos los hombres tienen que escapar en ocasiones del mortífero ritmo de sus
pensamientos íntimos. Ello forma parte del proceso de la vida entre los seres.
pensantes. Es una de las cosas que los distingue del perezoso de tres dedos; en
apariencia -uno nunca puede estar seguro- éste se conforma con colgar cabeza
abajo de la rama, y ni siquiera le interesa leer a Walter Lippman. No tengo una
predilección especial por la novela detectivesca como evasión ideal. Simplemente
digo que todo lo que se lee por placer es una evasión, se trate de un texto en griego,
de un libro de matemáticas, de uno de astronomía, de uno de Benedetto Croce o de
El diario del hombre olvidado. Decir lo contrario es ser un esnob intelectual y un
principiante en el arte de vivir.
No creo que tales consideraciones movieran a Dorothy Sayers en su ensayo de
frivolidad crítica. Creo que lo que en realidad le torturaba los pensamientos era la lenta
adquisición de la conciencia de que su tipo de relato detectivesco era una fórmula
árida que ya no podía satisfacer siquiera sus propias inferencias. Era una literatura
de segundo grado porque no se refería a las cosas que podían constituir una
literatura de primer grado. Si empezaba por referirse a personas reales (y ella sabía
escribir sobre esas personas; sus personajes menores lo demuestran), éstas
tendrían que hacer muy pronto cosas irreales a fin de elaborar el esquema artificial
exigido por el argumento. Cuando hacían cosas irreales, dejaban de ser personas
reales. Se convertían en muñecos, en enamorados de cartón y en villanos de cartón
piedra, y en detectives de exquisita e imposible gracia.
El único tipo de escritor que podría sentirse dichoso con estas propiedades es el
que no sabe qué es la realidad. Los relatos de Dorothy Sayers muestran que le
molestaba esa trivialidad; el elemento más débil en ellas es la parte que los
convierte en narraciones detectivescas, y el más fuerte la parte que se podría
eliminar sin tocar el « problema de lógica deducción». y, sin embargo, no pudo o no
quiso dar a sus personajes libertad para que construyeran su propio misterio. Para
lograrlo hacía falta una mente más sencilla y directa que la de ella.
En The Long Week-end, que es una exposición drásticamente competente de la
vida y los modales ingleses en la década posterior a la Primera Guerra Mundial,
Robert Graves y Alan Hodge prestaron cierta atención al relato detectivesco. Eran
tan tradicionalmente ingleses como los adornos de la Edad de Oro, y escribían
acerca de la época en que esos escritores eran tan conocidos como cualquier
escritor del mundo. De una u otra forma, sus libros se vendían por millones, y en una
docena de idiomas. Ésas fueron las personas que fijaron la forma, establecieron las
reglas y fundaron el famoso Detection Club, que es un Parnaso de los escritores
ingleses de novelas de misterio. Entre sus miembros se cuentan prácticamente
todos los escritores importantes de novelas de detectives, a partir de Conan Doyle.
Pero Graves y Hodge decidieron que durante todo ese período un solo escritor
de primera línea había escrito novelas de detectives. Un norteamericano, Dashiell
Hammett. Tradicionales o no, Graves y Hodge no eran almidonados conocedores de
lo de segunda fila; veían lo que estaba pasando en el mundo, cosa que no era
percibida por el relato detectivesco de su tiempo; y tenían conciencia de que los
escritores que poseen la capacidad y la visión necesarias para producir una
verdadera literatura de ficción no producen una literatura de ficción irreal.
No es fácil decidir ahora, aunque tenga importancia, cuán original fue en verdad
Hammett como escritor. Fue uno en un grupo, el único que logró el reconocimiento
de la crítica, pero no el único que escribió o trató de escribir verdaderas novelas de
misterio realistas. Todos los movimientos literarios son así: se elige a un individuo
como representante de todo el movimiento; por lo general es la culminación de éste.
Hammett fue el as del grupo, pero no hay en su obra nada que no esté implícito en
las primeras novelas y cuentos cortos de Hemingway.
Y, sin embargo, por lo que sé, es posible que Hemingway haya aprendido algo
de Hammett, y también de escritores como Dreiser, Ring Lardner, Carl Sandburg,
Sherwood Anderson y él mismo. Hacía tiempo que se llevaba a cabo un
desenmascaramiento más o menos revolucionario, tanto en el lenguaje como en el
material de la literatura de ficción. Es probable que comenzara en la poesía; casi
todo comienza en ella. Si se desea, se puede remontar hasta Walt Whitman. Pero
Hammett aplicó ese desenmascaramiento al relato detectivesco, y éste, debido a su
gruesa costra de elegancia inglesa y de pseudo elegancia norteamericana, fue muy
difícil de poner en movimiento.
Dudo que Hammett tuviese algún objetivo artístico deliberado; trataba de
ganarse la vida escribiendo algo acerca de lo cual contaba con información de
primera mano. Una parte la inventó; todos los escritores lo hacen; pero tenía una
base en la realidad; estaba compuesta de cosas reales. La única realidad que los
escritores ingleses de novelas de detectives conocían era el acento que usaban en
su conversación los habitantes de Surbiton y de Bognor Regis. Aunque escribían
sobre duques y jarrones venecianos, los conocían tan poco, por propia experiencia,
como lo que conoce el personaje adinerado de Hollywood sobre los modernistas
franceses que cuelgan de las paredes de su castillo de Bel-Air o sobre el
semiantiguo Chippendale, antes banco de remendón, que usa como mesita para el
café. Hammet extrajo el crimen del jarrón veneciano y lo depositó en el callejón; no
tiene por qué permanecer allí para siempre, pero fue una buena idea empezar por
alejarlo todo lo posible de la idea de una Emily Post acerca de como roe un ala de
pollo la debutante bien educada.
Hammett escribió al principio (y casi hasta el final) para personas con una actitud
aguda y agresiva hacia la vida. No tenían miedo del lado peor de las cosas; vivían
en ese lado. La violencia no les acongojaba. Hammett devolvió el asesinato al tipo
de personas que lo cometen por algún motivo, y no por el solo hecho de
proporcionar un cadáver. Y con los medios de que disponían, y no con pistolas de
duelo cinceladas a mano, curare y peces tropicales. Describió a esas personas en el
papel tales como son, y las hizo hablar y pensar en el lenguaje que habitualmente
usaban para tales fines.
Tenía estilo, pero su público no lo sabía, porque lo desarrollaba en un lenguaje
que no se suponía capaz de tales refinamientos. Pensaron que estaban recibiendo
un buen melodrama carnal, escrito en el tipo de jerga que creían hablar ellos
mismos. Y en cierto sentido así era, pero al mismo tiempo era mucho más. Todo el
lenguaje comienza con el lenguaje hablado, y en especial con el que hablan los
hombres comunes, pero cuando se desarrolla hasta el punto de convertirse en un
medio literario, sólo tiene la apariencia de lenguaje hablado. En sus peores
aspectos, el estilo de Hammett era tan formalizado como una página de Mario el
epicúreo; en el mejor de sus momentos podía decir casi cualquier cosa. Yo creo que
ese estilo, que no pertenece a Hammett ni a nadie, sino que es el lenguaje
norteamericano (y ya ni siquiera exclusivamente eso), puede decir cosas que él no
sabía cómo decir ni sentía la necesidad de decir. En sus manos no tenía matices, no
dejaba un eco, no evocaba una imagen más allá de una colina distante.
Se dice que a Hammett le faltaba corazón, y sin embargo el relato que a él más
le gustaba era la descripción del afecto de un hombre por un amigo. Era espartano,
frugal, empedernido, pero una y otra vez hizo lo que sólo los mejores escritores
pueden llegar a hacer. Escribió escenas que en apariencia nunca se habían escrito
hasta entonces.
Y a pesar de todo no destrozó el relato detectivesco formal. Nadie puede hacerlo
la producción exige una forma que se pueda producir. El realismo exige demasiado
talento, demasiado conocimiento, demasiada conciencia. Es posible que Hammett lo
haya aflojado un poco aquí y aguzado un tanto allá. Por cierto que todos, salvo los
más estúpidos y prostituidos de los escritores, tienen más conciencia que antes de
su artificialidad. Y él demostró que el relato de detectives puede ser una forma de
literatura importante. Puede que El halcón maltés sea o no una obra genial, pero un
autor que es capaz de esa novela no es, en principio, incapaz de nada. En cuanto a
que un relato detectivesco puede ser tan bueno como ése, sólo los pedantes
negarán que podría ser mejor aún.
Hammett hizo algo más: hizo que resultase divertido escribir novelas de
detectives, y no un agotador encadenamiento de claves insignificantes. Es posible
que sin él no llegara a existir un misterio regional tan inteligente como Inquest, de
Percival Wilde, o un estudio irónico tan diestro como el Veredicto de doce, de
Raymond Postgate, o una salvaje muestra de virtuosismo intelectual como The
Dagger of the Mind, de Kenneth Fearing, o una idealización tragicómica del asesino
como en Mr. Bowling Buys a Newspaper, de Donald Henderson, o inclusive una
alegre y enmarañada cabriola hollywoodense como Lazarus Nº. 7, de Richard Sale.
Es fácil abusar del estilo realista: por prisa, por falta de conciencia, por
incapacidad para franquear el abismo que se abre entre lo que a un escritor le
gustaría poder decir y lo que en verdad sabe decir. Es fácil falsificarlo; la brutalidad
no es fuerza, la ligereza no es ingenio, y esa manera de escribir nerviosa, al-bordedela-
silla, puede resultar tan aburrida como la manera vulgar; los enredos con las
rubias promiscuas pueden ser muy fatigosos cuando los describe un joven gotoso
que no tiene en la cabeza otro objetivo que describir un enredo con rubias
promiscuas. Y se ha hecho tanto de esto, que cuando un personaje de una narración
de detectives dice Yeah, el autor es automáticamente un imitador de Hammett.
Y hay todavía por ahí algunas personas que dicen que Hammett no escribía
relatos detectivescos, sino simples crónicas empedernidas de calles del hampa, con
un superficial elemento de misterio dejado caer como una aceituna en un martini.
Son las ancianas aturdidas -de ambos sexos (o de ninguno) y de casi todas las
edades- que prefieren sus misterios perfumados con capullos de magnolia y no les
agrada que se les recuerde que el asesinato es un acto de infinita crueldad, aunque
los que lo cometen tengan a veces el aspecto de jóvenes de la buena sociedad,
profesores universitarios o encantadoras mujeres maternales, de cabello
suavemente encanecido.
Hay también algunos asustadísimos defensores del misterio formal o clásico,
quienes entienden que ningún relato es un relato de detectives si no postula un
problema formal y exacto, y si no dispone a su alrededor todas las claves, con claros
rótulos. Esas personas señalan, por ejemplo, que al leer El halcón maltés a nadie le
preocupa quién mató al socio de Spade, Archer (que es el único problema formal de
la narración), porque al lector se le hace pensar constantemente en otra cosa. Pero
en La llave de cristal se le recuerda al lector a cada rato que el interrogante es quién
mató a Taylor Henry, y se obtiene exactamente el mismo efecto; un efecto de
movimiento, de intriga, de objetivos entrecruzados, y el gradual esclarecimiento de lo
que son los personajes, que de cualquier manera es todo lo que la novela
detectivesca tiene derecho a ser. Lo demás es hojarasca.
Pero todo esto (y además Hammett) no es suficiente para mí. El realista de esta
rama literaria escribe sobre un mundo en el que los pistoleros pueden gobernar
naciones y casi gobernar ciudades, en el que los hoteles, casas de apartamentos y
célebres restaurantes son propiedad de hombres que hicieron su dinero regentando
burdeles; en el que un astro cinematográfico puede ser el jefe de una pandilla, y en
el que ese hombre simpático que vive dos puertas más allá, en el mismo piso, es el
jefe de una banda de controladores de apuestas; un mundo en el que un juez con
una bodega repleta de bebidas de contrabando puede enviar a la cárcel a un
hombre por tener una botella de un litro en el bolsillo; en que el alto cargo municipal
puede haber tolerado el asesinato como instrumento para ganar dinero, en el que
ninguno puede caminar tranquilo por una calle oscura, porque la ley y el orden son
cosas sobre las cuales hablamos, pero que nos abstenemos de practicar; un mundo
en el que uno puede presenciar un atraco a plena luz del día, y ver quién lo comete,
pero retroceder rápidamente a un segundo plano, entre la gente, en lugar de
decírselo a nadie, porque los atracadores pueden tener amigos de pistolas largas, o
a la policía no gustarle las declaraciones de uno, y de cualquier manera el
picapleitos de la defensa podrá insultarle y zarandearle a uno ante el tribunal, en
público, frente a un jurado de retrasados mentales, sin que un juez político haga algo
más que un ademán superficial para impedirlo.
No es un mundo muy fragante, pero es el mundo en el que vivimos, y ciertos
escritores de mente recia y frío espíritu de desapego pueden dibujar en él tramas
interesantes y hasta divertidas. No es gracioso que le asesinen por tan poca cosa, y
que su muerte sea la moneda de lo que llamamos civilización. Y todo esto sigue sin
ser suficiente.
En todo lo que se puede llamar arte hay algo de redentor. Puede que sea
tragedia pura, si se trata de una tragedia elevada, y puede que sea piedad e ironía, y
puede ser la ronca carcajada de un hombre fuerte. Pero por estas calles bajas tiene
que caminar el hombre que no es bajo él mismo, que no está comprometido ni
asustado. El detective de esa clase de relatos tiene que ser un hombre así. Es el
protagonista, lo es todo. Debe ser un hombre completo y un hombre común, y al
mismo tiempo un hombre extraordinario. Debe ser, para usar una frase más bien
trajinada, un hombre de honor por instinto, por inevitabilidad, sin pensarlo, y por
cierto que sin decirlo. Debe ser el mejor hombre de este mundo, y un hombre lo
bastante bueno para cualquier mundo. Su vida privada no me importa mucho; creo
que podría seducir a una duquesa, y estoy muy seguro de que no tocaría a una
virgen. Si es un hombre de honor en una cosa, lo es en todas las cosas.
Es un hombre relativamente pobre, pues de lo contrario no sería detective. Es un
hombre común, pues de lo contrario no viviría entre gente común. Tiene un cierto
conocimiento del carácter ajeno, o no conocería su trabajo. No acepta con
deshonestidad el dinero de nadie ni la insolencia de nadie sin la correspondiente y
desapasionada venganza. Es un hombre solitario, y su orgullo consiste en que uno
le trate como a un hombre orgulloso o tenga que lamentar haberle conocido. Habla
como habla el hombre de su época, es decir, con tosco ingenio, con un vivaz
sentimiento de lo grotesco, con repugnancia por los fingimientos y con desprecio por
la mezquindad.
El relato es la aventura de este hombre en busca de una verdad oculta, y no
sería una aventura si no le ocurriera a un hombre adecuado para las aventuras.
Tiene una amplitud de conciencia que le asombra a uno, pero que le pertenece por
derecho propio, porque pertenece al mundo en que vive. Si hubiera bastantes
hombres como él, creo que el mundo sería un lugar muy seguro en el que vivir, y sin
embargo no demasiado aburrido como para que no valiera la pena habitar en él.•

jueves, 24 de noviembre de 2011

LA REGLA DE SEIS


Por Walter Murch

La primer cuestión discutida en las clases de edición de las escuelas de cine, es lo que voy a llamar continuidad tridimensional: en el plano A, un hombre abre una puerta, camina hasta la mitad del cuarto, entonces la película corta al próximo plano, B, tomándolo desde ese mismo punto, a mitad de camino, continuando con él el resto de su camino a través del cuarto, donde el personaje se sienta en su escritorio, o algo así.
Durante mucho tiempo, y particularmente en los primeros años del cine sonoro, esta fue la regla. Uno debía esforzarse para conservar la continuidad del espacio tridimensional, y su violación era vista como un fracaso, ya sea por falta de rigor o de habilidad.  Que las personas saltaran alrededor del espacio simplemente, no era permitido, a excepción, quizás, de circunstancias de lucha extrema o de terremotos, donde había mucha acción violenta.
Coloco a esta continuidad tridimensional, al final de una lista de seis criterios, con la que intento definir, que es lo que hace de un corte, un buen corte. En el primer lugar de mi lista, está la Emoción, elemento al que se llega último, si se llega, en las escuelas de cine, porque es la cosa más difícil de definir y de tratar. ¿Cómo quiere que el público se sienta? Si los espectadores están sintiendo lo que usted quiere que sientan, todo el tiempo a través de la película, ha hecho tanto cuanto le es posible hacer. Lo que el público recuerda finalmente no es la edición, no es el trabajo de cámara, no son las actuaciones, incluso ni siquiera la historia, sino cómo ellos se sintieron.
Un corte ideal (para mí) es el que satisface los siguientes seis criterios: 1) está en
acuerdo con la emoción del momento; 2) hace avanzar la historia; 3) ocurre en un
momento que es rítmicamente interesante y "correcto"; 4) reconoce lo que se podría llamar "la línea de la mirada", es decir, lo concerniente con la situación y el
desplazamiento del punto de interés de la mirada del espectador dentro del cuadro; 5) respeta "la geometría"-la gramática de las tres dimensiones transpuestas por la fotografía a dos (las cuestiones del eje de acción, etc.); y 6) respeta la continuidad tridimensional del espacio real (adonde las personas están dentro del cuarto y sus posiciones relativas entre sí).

1) la emoción 51%
2) la historia 23%
3) el ritmo 10%
4) la línea de mirada 7%
5) el eje de acción 5%
6) el espacio tridimensional de la acción 4%

La emoción, en el tope de la lista, es lo que se debe intentar conservar a toda costa. Si encuentra que tiene que sacrificar alguna de esas seis cosas para hacer un corte, sacrifique subiendo, ítem por ítem, desde abajo.
Por ejemplo, si está considerando un rango de posibles cortes para un momento
particular en la película, y encuentra que hay un corte que da la historia la emoción correcta y mueve la historia hacia adelante, y es rítmicamente satisfactorio, y respeta la dirección de la mirada y el eje de acción, pero no conserva la continuidad de espacio tridimensional, entonces, ése es el corte que debe hacer. Si ninguno de los otros cortes posibles mantiene la emoción correcta, sacrificar la continuidad espacial entonces bien merece la pena.
Los valores que puse después de cada ítem están ligeramente exagerados, pero no demasiado: nótese que los dos de arriba de la lista (emoción e historia) valen mucho más la pena que los cuatro de abajo juntos (ritmo, dirección de la mirada, eje de acción, y continuidad espacial), y cuando se mira bien, en la mayoría de los casos, el del tope de la lista -la emoción- es más importante que los otros cinco juntos. Y hay un lado práctico en esto, si la emoción es correcta y la historia avanza de una manera única e interesante, con el ritmo correcto, el público tenderá a estar desprevenido de (o indiferente a) los problemas de edición en lo concerniente a los ítem de abajo, tales como la mirada, el eje, la continuidad espacial, etc. El principio general parece ser que, satisfaciendo el criterio de los ítems más altos de la lista, se tiende a disimular los problemas con los ítems más bajos de la lista, pero no al revés: por ejemplo, consiguiendo que el 4 (dirección de la mirada) trabaje correctamente minimizará un problema con el 5 (eje de acción), pero si el 5 (eje de acción) es correcto y el 4 (dirección de la mirada) no, el corte será fallido. Ahora, en la práctica, se encontrará con que los tres primeros ítems de la lista (emoción, historia, ritmo) están extremadamente conectados entre sí. Las fuerzas que los mantienen unidos son como las ligaduras entre protones y neutrones en el núcleo del átomo. Ellos tienen, lejos, las ataduras más firmes, y las fuerzas que interconectan a los tres ítems más bajos son progresivamente más débiles. La mayoría del tiempo se podrá satisfacer a todos los seis criterios: el espacio tridimensional y el eje de acción, y la dirección de la mirada, y el ritmo, y el avance de la historia, y conservar la emoción, se encontrarán juntos en el mismo lugar. Y, por supuesto, siempre se debe intentar esto, si es posible. Cuando esto sea posible, nunca debemos aceptar menos.
Lo que estoy sugiriendo es una lista de prioridades. Si tiene que sacrificar algo, no pierda la emoción antes que el avance de la historia. No deje de hacer avanzar la historia por el ritmo, no deje al ritmo antes de la dirección de la mirada, no deje la dirección de la mirada antes del eje de acción, y no deje al eje de acción, antes de la continuidad espacial.