viernes, 21 de mayo de 2010

Fragmento capítulo 11 de Estética y psicología del cine de Jean Mitry

II. La cámara móvil

Independiente de las cuestiones subsidiarias de ritmo y de estructura, hemos visto que mediante el montaje el film recobra movilidad de la visión psicológica. Así lo subraya Edgar Morin:

Restablecemos siempre no sólo la constancia de los objetos, sino la del marco espacio-temporal. El espectador reconvierte en su simultaneidad las acciones paralelas, aunque sean presentadas según una alternancia de planos sucesivos. Ese aunque es también un porque: la sucesión y la alternancia son los modos mismos por los que percibimos acontecimientos simultáneos, y más aún un acontecimiento único.

En la vida real, el medio espaciotemporal homogéneo, sus objetos y sus acontecimientos, están dotados; en tal marco, la percepción descifra mediantes múltiples saltos, reconocimientos y envolvimientos. En cine lo que está prefabricado es el trabajo de desciframiento, y a partir de esas series fragmentarias la percepción reconstruye lo homogéneo, el objeto, el suceso, el tiempo y el espacio. La ecuación perceptiva es finalmente la misma, sólo la variable cambia (Le cinéma et l´ homme imaginaire).

Tales comprobaciones basadas en la Gestalt bastarían para refutar los argumentos de Bazin sobre la percepción del campo total, si esta evidente reconversión (de las cosas presentadas sucesivamente) no fuera una operación de conciencia. Dicho de otro modo, tenemos la noción de simultaneidad; nosotros la captamos pero no la experimentamos; la aprehensión se ha vuelto compresión. Por el contrario, en la percepción en campo total esta simultaneidad nos es dada. Volvemos a sentirla en todos sus efectos sin tener que reestructurarla mentalmente.

Así ocurre con el movimiento. El montaje resuelve la movilidad presentándole un punto fijo. Veo las cosas de frente, por la izquierda, por la derecha, desde arriba, desde abajo, pero cada visión supone el paso instantáneo de un punto a otro. El desplazamiento está sobreentendido; jamás se produce de modo efectivo. Esta necesidad es la que provoca los travellings.

Ya henos visto que los travellings, en su origen, no tuvieron otro objeto que seguir a los actores; pero en última instancia puede decirse que un travelling que sigue a igual distancia y con igual rapidez a los personajes en movimiento es otra forma de plano fijo; es el paisaje el que parece desplazarse. Lo cual, por otra parte, permite rodar falsos travellings en el estudio. ¿No vemos a una pareja en coche corriendo a toda velocidad por una carreta bordeada de árboles? El coche está inmóvil, la cámara también, pero detrás del coche se proyectan en transparencia el paisaje y los árboles que desfilan.

Sólo a partir de 1924 se pudo hablar de cámara móvil, cámara que se desplaza entre los personajes del drama y no sólo con ellos (El último, de Murnau). Pero esta movilidad no se consiguió ni fue constantemente posible hasta la aparición de la grúa (1930). Los movimientos de cámara, en un principio descriptivos, fueron adquiriendo paulatinamente una significación psicológica que no servía sólo para describir los lugares o seguir a los personajes, sino para ponerlos en relación entre sí, para construir el espacio del drama.

Ya que hemos hablado del extraordinario travelling hacia delante de Intolerancia, que fue uno de los primeros en ser tanto selectivo como descriptivo. Al describir Babilonia y sus numerosas multitudes, se trataba de descubrir, en medio de su corte, al rey Baltasar y a la princesa; el travelling, al final de su recorrido, los encuadraba en plano conjunto.

Igualmente notable es el travelling que desde las primeras secuencias de Y el mundo marcha (de King Vidor) aísla al héroe, un simple empleadillo perdido en la capital. Tras largas panorámicas que describen Nueva York y sus edificios, y algunos avances por sus animadas avenidas, la cámara llega a los pies de un gigantesco rascacielos. Una rápida ascensión nos lleva a la altura del piso vigésimo. Enfocando el punto central, la cámara avanza entonces hasta una de las ventanas de ese piso y pone al descubierto una inmensa oficina donde trabaja un centenar de empleados. Prosiguiendo su avance, la cámara atraviesa la ventana, franquea la mitad de la oficina y desemboca, al término de su trayecto, en el escritorio ocupado por el personaje del drama, encuadrado entonces en plano medio. Con un solo movimiento se pasa de una multitud de rascacielos a uno de entre ellos; de esto a uno de los pisos del edificio, luego a una de las múltiples oficinas de esta oficina. Una serie de planos separados nunca hubiera conseguido expresar con precisión tan simple, el hombre y la multitud, definiendo, al mismo tiempo, el aislamiento del ser y su insignificancia.

El extraordinario viaje de Fausto y Mefistófeles franqueando montes y valles, ciudades y campos (Fasuto, de Murnau) y el viaje interplanetario de La mujer en la luna (de Fritz Lang) figuran entre los travellings más bellos de la época final del cine mudo. Pero los primeros movimientos de cámara a la vez descriptivos y psicológicos –y que siguen figurando entre los más notables- fueron los de Amanecer (de Murnau). Uno de ellos acompaña al héroe cuando desciende hacia la marisma donde tiene una cita con una mujer. La curva sinuosa del travelling que acompaña su marcha, la larga bajada entre los rosales luego, un recodo del camino, el descubrimiento repentino de las ciénagas y el avance hacia la mujer, traducen a la vez su movimiento y sus sentimientos –sus dudas, su deslumbramiento final- y hacen que el espectador también participe de ellos, experimentándolos al mismo tiempo.

Más notable aún es el viaje en tranvía que lleva al hombre y su joven esposa desde el bosque a la ciudad: cada vuelta descubre un nuevo horizonte, un nuevo aspecto, mientras los esposos van acercándose poco a poco y se reconcilian en un deslumbramiento compartido: la modificación progresiva del paisaje refleja la evolución de sus sentimientos y viene a convertirse en la expresión física de su drama.

Desde el empleo de la grúa, las denominaciones travelling hacia delante, travelling lateral, travelling hacia atrás, no tienen apenas sentido: la cámara describe los movimientos más diversos al azar de sus curvas. En Amanecer el hecho era ya evidente. No obstante, estas denominaciones siguen siendo válidas cuando se trata de la pasada, es decir, del travelling dirigido: hacia un personaje o un objeto, o desde un personaje o un objeto. En el primer caso se limita el campo al mismo tiempo (travelling hacia delante); en el segundo, se descubren los hechos anejos y el lugar mismo a medida que el campo se ensancha (travelling hacia atrás).

Durante mucho tiempo este género de pasada fue empleado para avanzar sobre personajes mientras crece la intensidad dramática. La diferencia con el corte franco es un aumento gradual de la emoción, una especie de decantación en vez de un aislamiento brusco. Pero esta forma de subrayar el momento crucial, de recoger las lágrimas de la heroína como al fin de una elevación se ha convertido pronto en una vulgaridad. Hoy día ese procedimiento no es menos irrisorio que el abuso del campo-contracampo.

Si el travelling hacia atrás permite siempre descubrir algo imprevisto (lugar o situación) a partir de un punto de partida más o menos significativos, el travelling hacia delante apenas se utiliza para representar el desplazamiento de un personaje o para la fijación de un detalle, un movimiento de espera como en La sombra de una duda.

Este último caso es, evidentemente, el de mayor interés. Pero supone el crecimiento rápido –y a un tiempo gradual- del detalle de que se trata o, si se prefiere, el estrechamiento rápido del campo de la cámara. A este respecto, el travelling óptico (obtenido por la focal variable) es siempre preferible al travelling real, en el sentido de que es ultrarrápido y no provoca modificaciones de las perspectivas. En este efecto, todo ocurre como si pasase del plano de una fotografía al plano de un detalle de esa misma fotografía, paso que se traduce bastante bien la fragmentación del campo perceptivo. El corte directo, al pasar bruscamente del plano total al primer plano, refleja la atención de la mirada, pero no el movimiento intencional de la conciencia.

Incluso rápido, el travelling real es mucho más lento. Además, la modificación de las perspectivas, consecuencias del desplazamiento real, supone, e incluso implica, un desplazamiento auténtico. En efecto, si se ve (plano general) a un individuo sentado mirando un revólver situado en un rincón de la chimenea y si, desde el punto en que se encuentra, se hace un travelling sobre el objeto, no sería lógico ver en el plano siguiente al individuo que sigue sentado en el mismo lugar. Sin duda, puede entenderse que se trata de una actitud mental, de una veleidad cualquiera, pero el propósito estaría mal traducido porque la atención no supone modificación del campo espacial. Tal forma sólo sería válida si se tratase de un paralítico imaginando su movimiento. De igual modo, y por vía de reciprocidad, el travelling óptico es incapaz de traducir de modo satisfactorio los desplazamientos reales.

Lo esencial, en todos los casos, es una justificación –física, dramática o psicológica- de los movimientos de cámara.

En los principios del cine hablado, uno de los films más frecuentemente citados era Un reportaje sensacional (de Lewis Milestone). El uso de la grúa era hábil, pero, a causa de una sistematización excesiva, su empleo a veces se volvía absurdo. Para demostrarlo sólo voy a recurrir al siguiente ejemplo:

Una de las escenas ocurre en la sala de espera de una prisión donde están reunidos los reporteros que esperaban la hora de ejecución para dar cuenta por teléfono a sus respectivos periódicos. Sentados en derredor de una inmensa mesa hablan, discuten, se ponen nerviosos, y la cámara que gira en torno a ellos les sorprende de frente , de espaldas, de perfil, etcétera, siguiendo la conversación y el ritmo de ésta. Lo cual está bien.

Algo más tarde, cuando telefonean, en el colmo del nerviosismo, la técnica cambia. Una serie de flashes tomados en planos fijos y cada vez desde ángulo distinto, nos muestra primero a uno, luego a otro, más tarde a un tercero, y a un cuarto, con un ritmo precipitado impuesto por la acción y, por consiguiente, absolutamente justificado.

Pero no ocurre lo mismo cuando otro redactor (Adolphe Menjou), a quien no se esperaba, irrumpe con gran sorpresa de sus colegas. Se podía tratar la escena de muchas formas; de esta, por ejemplo (muy clásica):

A. En plano de conjunto se ve a varios periodistas que escriben o telefonean (unos de espaldas, en primer plano, otros de frente, desde otro lado de la mesa). De pronto se oye la puerta que se abre. Vuelven la cabeza en esa dirección. Se inicia este movimiento para ajustarlo con…

B. La puerta que acaba de abrirse (vista desde el sitio de uno cualquiera de ellos), Menjou irrumpe en la sala.

Para no cambiar de plano podía disponerse la cámara de tal forma que una ligera panorámica, siguiendo la mirada de los periodistas, descubriese en segundo término la puerta abriéndose. Pero la brutal oposición de los planos A y B, que muestra casi simultáneamente el efecto y la causa, permitía además incrustar al espectador en el ambiente para comunicarle la sensación de sorpresa por los reporteros.

Ahora bien, en la película, sin que se sepa por qué y sin que ocurra nada, la cámara, en un momento dado, abandona a los periodistas y se dirige hacia la puerta, sólo para ir a buscar a Menjou, cuya llegada es absolutamente imprevisible. Por supuesto, Menjou llegue entre ellos para sorprenderse por su irrupción en una sala cuya puerta esá situada a algunos metros del lugar en que se encuentran. Luego, y sobre todo, porque el espectador no participa de la acción. Ve que los periodistas quedan sorprendidos, pero él no lo está en absoluto. Ese travelling hasta la puerta es como si se le dijiese: “¡Atención! Va usted a ser sorprendido…” y el efecto de sorpresa queda en ese mismo momento destruido.

Se trate de travellings o de planos fijos, la cámara, en efecto, debe seguir al suceso y no precederle. Esta ley, a la que hemos hecho alusión, es fundamental en el sentido de que es función de la psicología del espectáculo y de la escritura. No preside ningún estilo particular, ninguna manera de decir, sino el hecho mismo de decir y de expresar: No se puede decir algo antes que este algo se produzca. Hacerlo supone destruir el simulacro que uno se esfuerza en crear. La cámara que precede a la cosa es el equivalente de lo que en teatro se denomina un efecto telefoneado.

Es, sin duda, indispensable establecer las vinculaciones. Si se quiere pasar de un suceso a otro sin ruptura (subrayando de este modo cierta unidad global) es preciso que la cámara se desplace, que abandone el uno para captar lo otro. El arte consiste entonces en evitar la gratitud de tales movimientos, en actuar de forma que aparezcan a un tiempo naturales y necesarios. William Wyler fue, sin duda, el primero que supo darles una justificación evidente acreditándolos mediante una especie de coeficiente descriptivo o psicológico. Así, en Horas desesperadas vemos, en un callejón sórdido, muchachos que se pelean y se tiran tronchos de manzana a la cara. De pronto, uno de los proyectiles yerra del lugar. Uno de los chicos se precipita enseguida y la cámara, enmarcándole en una toma desde arriba, lo sigue en su desplazamiento. El movimiento parece irrisorio: supone hacer demasiado caso a bien poca cosa. Pero apenas el muchacho ha recogido el desperdicio, al erguirse, ve (y la cámara, siguiendo su movimiento, lo descubre con él) sobre el brocal, un metro por encima de él, a un individuo en quien nadie se había fijado y que desde hacía unos instantes les observaba. De este modo un nuevo personaje (Humphrey Bogart) entra en acción.

Sin embargo, nunca se hará suficiente hincapié en la inutilidad de ciertos travellings que no tienen más razón de ser que seguir el desplazamiento de un personaje, so pretexto de describir la realidad del suceso. Así ocurre en La solterona (The old maid), de Edmundo Goulding. Vemos a Bette Davis y a Miriam Hopkins sentadas en el salón de una de esas grandes propiedades de Nueva Orleáns, a finales del siglo pasado. En cierto momento Bette Davis se levanta para ir en de un objeto, al parecer de primera necesidad. Entonces franqueamos el salón, un largo corredor, otra habitación, el hall de entrada; con ella subimos al primer piso, nos adentramos por un corredor y entramos finalmente en su habitación para ver cómo abre una cómoda… ¡y coge un pañuelo! Luego, de retorno, seguimos el mismo camino. Es inútil decir que ese pañuelo no tiene significación de ningún tipo en el drama en cuestión. Si lo tuviese, sería al menos una excusa y, por supuesto, si en el curso de ese largo trávelling hubiéra­mos podido captar, mediante algún comportamiento revelador, algo que hasta entonces hubiese estado oculto, entonces su necesidad habría sido evidente. Como máximo se puede suponer una razón dramática, melodramática necesariamente; una ma­dre se precipita hacia su hijo que la llama: cuanto más largo es el camino más viva es su precipitación. La duración del trayecto no hace más que aumentar su angustia. Razón banal, quizá, pero razón al fin y al cabo; pero en el film en cues­tión no se describe estrictamente nada que no sea el acto mismo, es decir, su insignificancia absoluta. En lugar de ese trávelling inútil, una elipsis hubiera sido más apropiada. Seguir todo un hecho para respetar el «tiempo real» es una cosa completamente lícita, a condición de que la duración contenga algún significado, porque si se trata de describir el vacío eso se puede hacer indefinidamente y es un arte que está al alcance de cualquiera. El problema no es tanto el trávelling «en sí», sino lo que contiene, aquello para lo que sirve.

A este desplazamiento sin objeto se puede oponer fácilmente el trávelling que inicia el baile de Madame de..., que con un movimiento de un solo trazo describe a un mismo tiempo los lugares y las personas y pone de relieve el comportamiento de los dos héroes (Daniéle Darrieux, Vittorio de Sica). Y, por supuesto, el de Sed de mal o el de Cuando pasan las cigüeñas.

No obstante, y pese a ciertos hechos psicológicos que no tardaremos en analizar, el interés manifiesto del trávelling es menos seguir a los personajes que contribuir a crear «el espa­cio del drama», a «presentar» a los personajes, desplazándose libremente alrededor de ellos. A este respecto podríamos citar el del baile de El cuarto mandamiento (de Welles), o el del paseo en calesa. André Bazin ha analizado sutilmente este último:

Se reduce, por inversión, a un plano fijo, puesto que del comienzo al fin George y Lucy permanecen en el mismo cuadro. [...] Mien­tras George y Lucy intercambian sus respuestas, vemos desfilar des­de el otro lado de la calle las casas, las tiendas, las fábricas, la de­coración típica de Midtown en esa época. Por supuesto, sólo le prestamos una atención relajada, pero la nitidez de la fotografía no nos permite ignorar su presencia. Mientras, el diálogo prosigue y se acerca a su dramático desenlace (el orgullo de Lucy y la so­berbia de George hacen fracasar este intento de reconciliación); la cámara lo hace perceptible mediante un ligero retroceso que aleja de nosotros a los protagonistas y... descubre, al mismo tiempo, el conjunto de la calle cuyos elementos sucesivos habíamos visto des­filar. Lejos de ser gratuito, este descubrimiento resume en cierta forma el decorado, nos da su balance, como el latigazo de George, que pone el tiro al galope, concluye de forma significativa el fraca­sado diálogo de amor. Es precisamente esa ligera panorámica final, que la transparencia no habría permitido (al menos con cierta soltura) lo que permite cerrar la secuencia sin dar un paso en fal­so. Pero hay todavía una razón más perentoria para la construcción de un decorado de calle (que por otro lado sirve en más momentos de la película), y es ese trávelling en calesa que acompaña al otro diálogo amoroso tras el retorno de Lucy (diálogo que concluye con el desvanecimiento de Lucy en la tienda). Los protagonistas están entonces de pie, pero recorren igualmente la calle por la acera de enfrente. La proximidad del decorado, la entrada en la tienda en el mismo tipo de plano harían en esta ocasión la transparencia tos­camente evidente. Pero Welles ha afinado: durante el paseo hemos visto en las vitrinas el reflejo del decorado que ya habíamos con­templado durante la escena de la calesa. De este modo, la calle que la cámara no puede abarcar de un solo golpe, al mismo tiempo que a los actores, adquiere una realidad, una presencia que la vincu­la tan íntimamente a su juego como si éste se desarrollase en un decorado estrecho (Orson Welles).


lunes, 17 de mayo de 2010

Ideas para una estética del cine de György Lukác*

Todavía no hemos salido del estado de las confusiones conceptuales: ha surgido en nuestros días algo nuevo y bello; pero, en lugar de aceptarlo como es, quieren encasillarlo por todos los medios posibles en categorías anticuadas, inadecuadas, y despojarlo de su sentido y valor verdaderos. Hoy se concibe al cine, o bien como instrumento para enseñanza visual, o bien como un nuevo y barato competidor del teatro. Hoy son los menos los que piensan que una nueva belleza es precisamente una belleza cuya determinación y valor le corresponde a la estética.

Un conocido poeta dramático fantaseaba ocasionalmente con que el cine pudiera sustituir al teatro (a través del perfeccionamiento de la técnica, a través de la reproductibilidad perfecta del lenguaje). Si esto se consigue – pensaba él- ya no habrá compañía imperfecta: el teatro ya no estará limitado por la dispersión geográfica de los buenos talentos dramáticos; sólo los mejores actores actuarán en las obras, y sólo actuarán bien, porque no se registrarán las representaciones en las que alguien actúe mal. Pero las buenas representaciones se convertirán en algo eterno; el teatro perderá lo meramente fugaz, se convertirá en un gran museo de todas las realizaciones auténticamente perfectas.

Pero este bello sueño es un gran error. Pasa por alto la condición fundamental de todos los efectos escénicos: el efecto del ser humano concretamente presente. Pues la raíz de los efectos teatrales no está en las palabras y gestos de los actores o en los acontecimientos del drama, sino el poder con que un hombre, la voluntad viviente de un ser humano vivo, sin mediación y sin conducción inhibitoria, se transmite a una multitud igualmente viva. El escenario es presente absoluto. El carácter pasajero de su realización no es ninguna debilidad deplorable, es más bien un límite productivo: es el correlato necesario y la expresión perceptible de la incidencia del destino en el drama. Pues el destino es lo presente en sí. Lo pasajero es sólo armazón; en un sentido metafísico, es algo completamente desprovisto de finalidad (si fuera posible una metafísica pura del drama, en la que no hiciera falta ninguna categoría meramente estética, entonces ella ya no conocería conceptos como “exposición”, “evolución”, etc.). Y para el destino, un futuro es algo totalmente irreal y desprovisto de significado: la muerte que cierra las tragedias es el símbolo más convincente para esto. Por el hecho de que el drama es representado, este sentimiento metafísico experimenta una gran intensificación en dirección a lo inmediato y perceptible: la verdad más profunda del ser humano y de su lugar en el cosmos se convierte en una realidad evidente. El “presente”, la presencia del actor, es la expresión más evidente y, por ello, más profunda para el hecho de que el hombre del drama está afectado por el destino. Porque estar presente, es decir, vivir exclusivamente y realmente de la forma más intensa posible, es ya de por sí destino; sólo que la así llamada “vida2 no logra nunca una intensidad vital capaz de elevarlo todo a la esfera del destino. Por esto, la mera aparición de un actor realmente importante sobre el escenario (por ejemplo, Duse), incluso sin un gran drama ya afectado por el destino, es ya tragedia, misterio, oficio divino. Duse es la persona totalmente presente, en la cual, en las palabras del Dante, el “essere” es idéntico a la “operazione”. Duse es la melodía de la música del destino, la cual debe sonar sin atender lo que ocurre en el acompañamiento.

La falta de este “presente” es rasgo esencial del cine. No porque el film sea imperfecto, ni porque los personajes deban moverse hoy todavía silenciosos, sino porque estos son precisamente sólo movimientos y acciones de seres humanos, pero no seres humanos. Esto no es ninguna carencia del cine, sino su límite, su principium stilisationis. De tal forma, las imágenes del cine, inquietantes fieles a la vida, semejantes a la naturaleza no sólo en su técnica, sino también en su efecto, no resultan de ninguna manera menos orgánicas y vivientes que las del escenario; ellas sólo adquieren una vida de un carácter completamente diferente; se tornan –en una palabra- fantásticas. Pero lo fantástico no es una antítesis de la vida viva, es sólo un nuevo aspecto de ella: una vida sin presente, una vida sin destino, sin fundamentos, sin motivos; una vida, con la que lo más íntimo de nuestra alma nunca quiere ni puede identificarse; y este anhelo sólo se refiere a un abismo extraño, hacia algo lejano, interiormente distanciado. El mundo del cine es una vida sin trasfondo ni perspectiva, sin distinción de pesos y cualidades. Por eso sólo el presente concede a las cosas destino y peso, luz y ligereza: es una vida sin medida ni orden, sin esencia ni valor; una vida sin alma, hecha de pura superficie.

La temporalidad del escenario, el fluir de los acontecimientos hacia él, es siempre algo paradójico: es la temporalidad y el fluir de los grandes momentos, algo que en lo interior es profundamente calmo, casi rígida, eternamente devenido, precisamente a consecuencia del torturantemente intenso “presente”. Temporalidad y fluir del cine son, en cambio, totalmente puros y sin contaminación: la esencia del es el movimiento en sí, la eterna variabilidad, el incesante cambio de las cosas. A estos diversos principios fundamentales de la composición en el escenario y el cine: uno es puramente metafísico, mantiene lejos de sí todo lo que es sólo empíricamente vivo; el otro es tan fuerte, tan exclusivamente empírico y vivo, no metafísico que, a través de esa extrema agudización, nace a su vez otra metafísica, totalmente diversa. En una palabra: la ley fundamental del encadenamiento es, para escenario y drama, la necesidad inexorable, mientras que para el cine es la posibilidad a la que nada limita. Los momentos individuales, cuya sucesión produce la serie temporal de escenas cinematográficas, se enlazan entre sí alternándose inmediatamente y sin transiciones. No hay ninguna causalidad, que puedo unirlos entre sí, o más correctamente: su causalidad no es inhibida o limitada por ningún contenido. “Todo es posible”: ésa es la cosmovisión del cine y puesto que su técnica expresa en cada momento individual la realidad absoluta (aunque sólo empírica) de ese momento, la validez de la “posibilidad” es superada como una categoría contrapuesta a la realidad; ambas categorías son equiparadas, concluyen en una identidad. “Todo es verdadero y auténtico, todo es igualmente auténtico”: eso enseñan las secuencias de las imágenes del cine.

Así surge con el cine un mundo nuevo, homogéneo y armónico, unitario y variado, al que en los mundos del arte poética y de la vida corresponden aproximadamente el cuento maravilloso y el sueño: la mayor vivacidad sin una tercera dimensión interior; sugestiva vinculación mediante la mera sucesión; realidad estricta, ligada a la naturaleza y fantasía extrema y menos inhibida de los personajes, el devenir decorativo de la vida corriente, no patética. En el cine se puede realizar todo lo que el romanticismo esperaba – en vano- del teatro: la movilidad más extrema y menos inhibida de los personajes, el devenir completamente vivo del trasfondo, de la naturaleza y de los interiores, las plantas y los animales, pero una vivacidad que de ninguna manera está ligada al contenido y los límites de la vida corriente. Por esto, los románticos intentaron imponer al escenario la fantástica proximidad de la naturaleza de su sentimiento del mundo. Pero el escenario es el reino de las almas y los destinos desnudos; todo escenario es griego en su esencia más interna: ingresan a él hombres abstractamente vestidos, representan su juego del destino ante salas con columnas abstractamente grandiosas y vacías, abandonan el escenario de la representación por el destino. Trajes, decoración, milieu, riqueza y cambio de los acontecimientos exteriores son un mero compromiso para el escenario; en el instante verdaderamente decisivo, se tornan superfluos y por esto, molestos. El cine representa acciones meramente, pero no su fundamento y sentido, sus personajes tienen sólo movimientos, pero no almas, y lo que les ocurre es mero acontecimiento, pero no destino. Por eso – y sólo en apariencia a raíz de la imperfección actual de la técnica – las escenas del cine son mudas: la palabra hablada, el concepto sonoro son vehículo del destino; sólo en ellos y a través de ellos surge la necesaria continuidad en la psiquis de los personajes dramáticos. La sustracción de la palabra, y con ella, la de la memoria, del deber y la fidelidad hacia sí mismo y hacia la idea de la propia individualidad, lo hace todo fácil, etéreo y alado, frívolo y alegre, si la ausencia de la palabra se redondea en una totalidad. Lo que es de importancia en los acontecimientos representados es y debe ser expresado exclusivamente a través de acontecimientos y gestos; cada apelación a la palabra es una caída desde este mundo, una desintegración de su valor esencial. Pero debido a esto florece hacia una vida rica y más exuberante todo lo que el ímpetu abstractamente monumental del destino siempre oprimía; en el escenario ni siquiera tiene importancia lo que ocurre, tan dominante es el efecto de su valor del destino; en el cine, el “cómo” de los acontecimientos tiene una fuerza que domina todo lo demás. Aquí, lo vivo de la naturaleza recibe por primera vez una forma artística: el susurro del agua, el viento entre los árboles, el silencio del ocaso y el furor de la tormenta se convierten aquí en arte en cuanto acontecimiento naturales (no, como en la pintura, mediante sus valores pictóricos extraídos de otros mundos). El hombre ha perdido su alma, pero gana, a cambio, su cuerpo; su grandeza y poesía residen aquí en el modo en que, con su habilidad o su destreza, supera obstáculos físicos; y la comicidad reside en su fracaso frente a ellos. Los progresos de la técnica moderna que son completamente indiferentes para todo gran arte, cautivarán aquí lo fantástica y poéticamente. Primero, sólo en el cine – y por dar un ejemplo- se ha vuelto poético el automóvil; por ejemplo, en la romántica persecución que corren raudamente. Así, también la animación cotidiana de las calles y los mercados recibe un fuerte humorismo y una poesía originaria; el sentimiento de felicidad ingenuamente animal del niño frente a una travesura, o frente al desamparado aturdimiento de un desgraciado es configurado de una forma inolvidable. En el teatro, nos reunimos ante el gran escenario del gran drama y alcanzamos nuestros instantes supremos; en el cine debemos olvidar nuestros puntos álgidos y volvernos irresponsables: el niño que está vivo en cada hombre es puesto en libertad y se convierte en amo de la psiquis del espectador.

Pero la realidad natural del cine no está ligada a nuestra realidad. Los muebles se mueven en la habitación de un borracho; su cama vuela con él sobre la ciudad – él pudo sujetarse en el último instante del borde de la cama y su camisa flamea como una bandera a su alrededor-. Las bolas con las que un grupo se disponía a jugar al bowling, se rebelan persiguen a aquel por montañas y campos; nadando a través de ríos, saltando encima de puentes y escalando latas montañas, hasta que finalmente los bolos cobran vida y recogen las bolas. El cine también puede volverse fantástico de un modo puramente mecánico: cuando se proyectan films en secuencia invertida y los hombres levantan de debajo de los autos que los atropellan; cuando una colilla de cigarro se alarga cuando se la fuma, hasta que finalmente, en el momento de encenderlo, el cigarro intacto vuelve a ser puesto en la caja. O se proyectan los films, y actúan unos seres extravagantes que saltan desde la pantalla hacia lo profundo y vuelven a esconderse allí, como orugas. Son imágenes y escenas de un mundo tal como el de E.T.A. Hoffmann o el de Poe, tal como el de Arnim o de Barbey d´ Aurevilly - sólo que aún no ha llegado el gran poeta capaz de interpretarlo y ordenarlo, de salvar su naturaleza fantasiosa – que es casual sólo en el plano técnico- en una dimensión metafísica cargada de sentido, en el estilo puro. Lo que ha ocurrido hasta hoy surgió ingenuamente, a menudo contra la voluntad de las personas, sólo a partir del espíritu de la técnica del cine: pero un Arnim o un Poe de nuestros días habría encontrado aquí preparado un instrumento tan rico y tan internamente adecuado como lo fue el escenario griego para Sófocles.

Por cierto: un escenario para recobrarse de uno mismo, un lugar de entretenimiento, el más sutil y sofisticado, el más crudo y primitivo al mismo tiempo; y o un lugar para alguna clase de edificación y elevación. Pero precisamente a través de esto el cine realmente desarrollado y adecuado a su idea puede abrir también el camino para el drama (nuevamente: para el drama realmente grande y no para lo que hoy se denomina “drama”). El afán insuperable de entretenimiento ha expulsado casi por completo al drama de nuestros escenarios; podemos ver de todo en el escenario actual – desde los folletines dialogados hasta las novelas demasiado anémicas o las acciones principales y de Estado grandilocuente y vacías-, pero no el drama. El cine puede establecer aquí la distinción clara: posee la capacidad de configurar todo lo que pertenece a la categoría de entretenimiento y puede hacerse evidente de manera más efectiva y, sin embargo, más sutil que el escenario hablado. Ningún suspenso en una pieza teatral puede competir en cuanto intensidad del tiempo con lo que es el cine; todo rincón de la naturaleza llevado al escenario es apenas una sombra de lo que puede alcanzar el cine; y en lugar de las toscas abreviaturas de almas, las cuales, debido a la forma del drama hablado, deben ser evaluadas involuntariamente en cuanto almas y por eso deben ser percibidas como repugnantes, surge un mundo de ausencias de alma buscada y normativa, un mundo de lo puramente externo: lo que era brutalidad sobre el escenario, puede aquí convertirse en puerilidad, en suspenso en sí, o en grotesco. Y si alguna vez – me refiero aquí a una meta sumamente distante, pero tanto más anhelada que todo aquello de lo que se trata seriamente en el drama – la literatura de entretenimiento de los escenarios es aniquilada es aniquilada por esta competencia, el escenario estará forzado a cultivar nuevamente eso que es su más importante vocación: la gran tragedia y la gran comedia. Y el entretenimiento, que estaba condenado a la tosquedad sobre el escenario, porque sus contenidos contradicen las formas del drama escénico, puede hallar una forma adecuada en el cine, una forma que puede ser internamente adecuada y, por lo tanto, realmente artística, aun cuando sea muy rara en el cine actual. Y si son apartados de ambos escenarios los psicólogos sutiles, talentosos para la novela corta, pero puede resultar saludable y clarificador tanto para esos escenarios como para la cultura del teatro.

(1913)

* “ Gedanken zu einer Asthetik des Kinos”. En Lukács, G., Literatursoziologie. Selecc. e introd. de Peter Ludz. 5ªed. Neuwied, Darmstadt y Berlín: Luchterhand, 1972, pp. 75 – 80. Publicado en el Frankfurt Zeitung del 10 de septiembre de 1913. Trad. De Mariela Ferrari.