lunes, 30 de agosto de 2010

Puesta en escena

A diferencia de lo que ocurre con el guión y el montaje, objeto de frecuentes estudios y abordajes desde la técnica y la estética, la puesta en escena se ha mostrado tradicionalmente como la gran postergada –desde la teoría- dentro de las instancias responsables de la realización de una película. Coincidente en gran medida con la operación técnica de rodaje, en la etapa de producción, la puesta en escena –deshaciéndose de todo un lastre que deriva de su origen teatral – no consiste en lo puesto en ante cámara, sino más bien en la construcción que se ejecuta entre lo presente en pantalla y lo complementado mediante la percepción activa y la imaginación del espectador. Con los visto y lo oído éste completa un mundo en el que las cosas que presencia adquieren un sentido, las imágenes se ligan unas a otras y construyen un universo imaginario. En la puesta en escena confluyen operaciones que involucran los lugares, objetos y personajes vistos en pantalla, la iluminación, el punto de vista adoptados ante ellos por la cámara, el color y la acción desarrollada.

De introducción bastante tardía en la teoría cinematográfica, ligada a la detección de indicios de modernidad en el cine, la atención a la mise en scène – internacionalizada o el concepto de su original en francés- se orientó a contraponer una forma de estructurar el lenguaje del cine por medio de los dispuesto en el interior de los planos, antes que por su combinatoria. De ese modo, André Bazin atendió a la duración de los acontecimientos en los relatos del neorrealismo o a las usos del plano secuencia, contraponiéndolos a la concepción analítica de los hechos que demostraba el découpage clásico a través de su armado por medio del montaje. En ese sentido, su primacía de la puesta en escena como elemento fundador es contraria a la tradicionalmente sustentada no sólo por Eisenstein o Pudovkin, sino por la técnica de montaje invisible puesta a punto por Hollywood.

En tiempos más recientes, la puesta en escena se renovó, por ejemplo, a través de la poética de Andrei Tarkovski, donde la apelación a lo que denomina la figura cinematográfica recentra el núcleo de la elaboración del lenguaje cinematográfico en lo que ocurre dentro de la extensión de los planos. Acaso su polémica con Eisenstein se plantee sobre bases más consistentes que la mucho difundida Eisenstein/Bazin. Y su concepción ha dejado huellas más que evidentes en su cine, desde Andrei Rubliov (1969) hasta El sacrificio (1986).

En El arte cinematográfico – también aludiendo a una mise en scène – Bordwell y Thompson examinan punto por punto estos y otros factores en el armado de la puesta que no lo es en un lugar real sino virtual, dependiente tanto de lo dispuesto a ver y oír como de a actividad del espectador. Lamentablemente, los autores restringen el concepto al interior de cada plano, con lo que la puesta en escena como algo que atraviesa la ficción de un película –y hace intervenir de modo decisivo a la memoria, así como cuando comenzamos a ver un film de un género que conocemos y del cual esperamos una cierta legalidad, poseemos ciertas expectativas a confirmar- no queda contemplada. Pero la puesta se erige en ese momento fundador en el que las imágenes se tejen y comienzan a significar algo concreto para el espectador, por decisión de alguien que las ha dispuesto en forma deliberada.

Howar Hawks manifestaba su vocación por la primacía de la puesta cuando sostenía (en un gesto que no ocultaba desdén por cualquier academia): “Odio el montaje”. Lo que no impedía estar presente en el montaje de sus películas, ese momento en el que sus montajistas se quejaban no les entregaba material suficiente. Toda decisión crucial, para Hawks, pasaba por el rodaje para el cual preparaba hasta el más mínimo detalle, aunque esa preparación no tuviera forma de guión: así es que films como Hatari! (1966) parecen ir naciendo, secuencia a secuencia, de la propia puesta, al igual que ejecutó su africano y accidentado rodaje. John Cassavetes generaba una situación dramática y salía al ruedo con la cámara, en una puesta que se producía al tiempo mismo del registro en una variante que remite a las estructuras de improvisación del jazz tanto o más que en el ambiente sonoro de su primer largometraje, Shadows (1966).

Buñuel o Hitchcock, por su parte, pensaban la puesta en el papel, de modo tan meticuloso que la etapa de producción había pocas o nulas novedades, adquiriendo ésta un trámite rutinario. El segundo -según el testimonio baziniano, luego de asistir a la producción de Para atrapar al ladrón (1955)- se aburría soberanamente en el rodaje. Por su parte, Buñuel supo exclamar cuando terminó la quinta versión del guión El fantasma de la libertad (1973), que estaba tan bonita que daba lástima filmarla. Ambos, dotados de una proverbial capacidad de previsualización, ya habían rodado el film, aunque para sí mismos: lo que restaba era hacerlo ver a otros. Y este aspecto remite a una dimensión crucial de la mise en scène: a diferencia de su ascendencia teatral, donde personajes, decorados, objetos y luces están físicamente delante del espectador y a cierta distancia fija, con un punto de vista inalterable, en el cine todo ese universo cambia fluidamente de un plano a otro, e incluso en el interior de cada plano. Queda a cargo del espectador construir ese lugar virtual: la puesta en escena, en el cine, es en verdad una puesta en otra escena, de arquitectura imaginaria, provista en última instancia por cada sujeto que asiste a la proyección. Lo dado a ver y oír, muchas veces, no son sino pistas de lo que debe completar cada uno por su cuenta en una actividad permanente. La de la puesta es un lugar que rechaza cualquier idea de pasividad en el espectador.

Como es sabido, los Lumière no fueron maestros del guión, y ni siquiera sospecharon del montaje. En este sentido, para muchos, no fueron cineastas. En su primer film, La salida de la fábrica (1895), tomaron a sus operarios cuando partían para el almuerzo. La idea de tomar la salida completa, en forma simétrica, con los primeros al comienzo y los rezagados antes de que terminase el breve film de menos de un minuto. Aparentemente, los obreros no tenían mucho apetito, o la belle époque manifestaba más parsimonia en los almuerzos. La cuestión es que se les acabó la película antes de que todos hubieran salido del cuadro y tuvieran que repetirla. En la segunda oportunidad, la puerta se abre, sale íntegro el pelotón y luego se cierra. Fin de la cinta. Resultado: una salida no trunca sino cabal, como correspondía a la primera película de la historia del cinematógrafo.

Lo que habían hecho Louis Lumière, al encomendarles a sus operarios que imprimieran mayor velocidad a la salida, fue primera maniobra de puesta en escena. Y si atendemos a la premisa básica de la Nouvelle Vague de que “el cine es el arte de la puesta en escena”, la acción lo instala sin duda alguna en el lugar del primer cineasta digno de ese nombre.


Eduardo A. Russo.- “Puesta en escena” en Diccionario de cine, ed. Paidós, Buenos Aires, 1998. Pág. 213-215.