martes, 9 de agosto de 2011

Sobre el tiempo, el ritmo y el montaje (Montaje. Funciones sintáctica, semántica y rítmica del montaje)


Al tratar ahora acerca de las características específicas de la imagen fílmica, quiero de entrada rechazar la tan difundida opinión en teoría del cine según la cual la imagen fílmica tiene un carácter sintético. Me parece equivocada esa idea, porque de ella se deduciría que el cine se basa en artes afines y no posee medios de expresión propios. Lo que a su vez significaría que el cine no es arte. Pero es un arte.
La imagen fílmica está completamente dominada por el ritmo, que reproduce el flujo del tiempo dentro de una toma. El hecho de que el flujo del tiempo también se observa en el comportamiento de los personajes, en las formas de representación y en el sonido, es tan sólo un fenómeno concomitante que –hablando en teoría- podría faltar sin que con ello se viera minada la obra cinematográfica en su esencia. Se puede uno imaginar, en efecto, una película sin actores, sin música y sin construcciones, incluso sin montaje. Pero es imposible una película en la que en sus planos no se advierta el flujo del tiempo. Una película de ese tipo era La llegada del tren, de los hermano Lumierère, de la que ya he hablado. Películas de esta clase se realizan también en el underground americano; y recuerdo una en que se observa a un hombre durmiendo. Después vemos cómo se despierta ese hombre y en su despertar se encierra toda la magia de un inesperado y sorprendente efecto de estética cinematográfica.
A este respecto se puede recordar también una película, de diez minutos de duración, de Pascal Aubier, consistente en un solo plano. Al comienzo fija la vida de una naturaleza sobremanera serena, indiferente ante el desenfreno humano y a las pasiones de los hombres Con una técnica de cámara de gran maestría y virtuosismo, un pequeño punto se transforma más tarde en la figura de un hombre dormido, casi imperceptible entre la hierba en la ladera de una colina. Poco a poco se va llegando a un clímax de gran dramatismo. De forma sensible se acelera el curso del tiempo, movido pr nuestra curiosidad. De acuerdo con la cámara, nos vamos acercando lentamente, casi reptantes, a la figura para – cuando ya estamos a su lado- comprender que la persona allí tendida está muerta. Y un segundo después sabemos más: nos esteramos que ese hombre no sólo está muerto, sino que fue asesinado a golpes. Y que se trata de un rebelde fallecido a consecuencia de sus heridas y que ahora en el seno de la naturaleza – impasible y magnifica- ha cerrado para siempre sus ojos. Y la memoria, enérgica, nos lleva a acontecimientos sobrecogedores de nuestro mundo de hoy.
Subrayo otra vez que en esa película no hay un solo corte del montaje, ni trabajo de actores ni decoración alguna. Pero existe el ritmo de los movimientos del tiempo en esa toma, organizada según una dramaturgia en realidad bastante compleja.
No hay un solo elemento parcial de toda la película que pueda contener sentido independiente: esta película es una obra de arte en su totalidad, en su unidad. De sus elementos parciales se puede hablar sólo en un sentido muy condicionado, cuando se separan del todo tan sólo con el fin de realizar afirmaciones teóricas.
Tampoco se puede asentir a la idea de que el montaje es el elemento más importante para dar forma a la película, de que la película surge de la mesa de montaje, como afirmaban en los años veinte los partidarios del cine montaje, el cine de Kuleshov  y Eisenstein.
A menudo - y con toda razón- se ha afirmado que todo arte trabaja necesariamente con un montaje, es decir, con una selección y nueva composición  de partes y elementos. Pero la imagen fílmica surge en los planos y existe dentro de cada uno de ellos. Por eso, en los trabajos de rodaje tengo en cuenta el flujo del tiempo dentro del plano e intento reconstruirlo y fijarlo con precisión. El montaje, por el contrario, coordina planos ya fijados en cuanto al tiempo, estructura con ellos el organismo vivo de la película, en cuyas venas bulle con una presión rítmicamente variable el tiempo, que garantiza su vida.
En contraposición neta con la naturaleza del cine me parece que está también la intención de los representantes de un cine montaje, según la cual el montaje puede formar dos conceptos que en cierto sentido producen una tercera idea. Pero un juego conceptual no puede ser la meta de ningún arte y su naturaleza tampoco es una asociación arbitraria de conceptos. Cuando Pushkin hablaba de que la poesía tenía que ser un poco más simple, probablemente estaba pensando en el carácter concreto de lo material, a lo que está unida la imagen, que de forma mágica y misteriosa se inclina a las esferas de lo espiritual.
La poética del cine se opone al simbolismo  y está apegada a esa sustancia declaradamente terrenal, con la que tenemos que tratar hora tras hora. Cómo el artista selecciona ese material, cómo fija esa material –desde una sola toma-, es lo que demuestra con seguridad si un director tiene talento, sensibilidad cinematográfica o no.
El montaje, al fin y al cabo, no es otra cosa que una variante ideal de dimensiones de rodaje ensambladas unas a otras, una variante incoada ya desde el principio en el material fijado en el celuloide. El montar bien una película significa no perturbar la relación orgánica de las escenas y de los planos entre sí, escenas y planos que, por decirlo de algún modo, ya se han premontado, puesto que en su interior existe una ley según la cual corresponden unas a otras, una ley que hay que adivinar al cortar y unir cada unas de las partes. Hay veces en que no es tan fácil dar con las interconexiones y las relaciones de las tomas, especialmente cuando una toma se ha realizado con imprecisión. Entonces, al trabajar en el montaje se llega no a un ensamblaje sencillo, lógico y natural, sino a un proceso costoso, en que se busca un principio de ligazón de las tomas entre sí, y en el que, a pesar de los pesares, va apareciendo poco a poco la unidad que yace en ese material.
Surge aquí una curiosa reminiscencia: por las características que el material ha adoptado ya durante el rodaje se organiza el montaje la construcción de la película por sí misma. Por el carácter de los cortes va emergiendo la sustancia del material filmado.
Apoyándome en mis propias experiencias puedo afirmar que el montaje de El espejo tuvo unido a ingentes esfuerzos. Hubo más de veinte variantes de cortes concretos que se cambiaran, sino a modificaciones de la estructura, del orden de los episodios. Hubo momentos en los que incluso parecía que era imposible montar aquella película, lo que hubiera puesto de manifiesto graves e imperdonables fallos durante el rodaje. Una y otra vez la película se desmoronaba, se negaba a ponerse en pie, se desperdigaba ante nuestros ojos; no tenía unidad, unión interior, coherencia lógica. Pero un buen día, intentando a la desesperada por última vez, surgió de repente una cerrada y coherente unidad de imágenes. El material cobro vida y los elementos, las partes de la película entablaron relaciones funcionales mutuas y se unificaron hasta formar un sistema preciso, orgánico. Cuando vi en la sala ese último y desesperado intento, la película cobro de repente su forma ante mis ojos. Aun mucho tiempo después no conseguía creerme aquel milagro. Era cierto: el montaje de la película estaba terminado.
Todo aquello fue la prueba decisiva de lo que habíamos hecho al rodar. Estaba claro que la unión de las secuencias dependía del estado interior del material fílmico. Y ese estado interior se había introducido en el material al rodar, si realmente había llegado allí y no nos habíamos engañado, entonces necesariamente se podría montar la película y construir la unidad. De cualquier otro modo eso no hubiera sido posible. Para poder llegar hasta una unión orgánica adecuada a las secuencias y partes, tan sólo era necesario dar con la idea fundamental, con el principio de la vida interior del material filmado. Y cuando finalmente lo conseguimos, todos sentimos un enorme alivio.
En El espejo se forjaba el mismo tiempo que determina también cada una de las tomas. En esta película hay unos doscientos planos, lo que es muy poco si se tiene en cuenta que una película de esa duración suele tener en torno a los quinientos. Su escaso número determinaba en nuestra película la duración de cada uno de ellos. Pero el corte  de los planos en el montaje y su estructura no crea –como se suele pensar- el ritmo de una película.
El ritmo de una película surge más bien en analogía con el tiempo que transcurre dentro del plano. Expresado brevemente, el ritmo cinematográfico está determinado no por la duración de los planos, sino por la tensión del tiempo que transcurre en ellos. Si el montaje de los cortes no consigue fijar el ritmo, entonces el montaje no es más que un medio estilístico. Es más, en la película el tiempo transcurre no gracias, sino a pesar del montaje de los cortes. Éste es el transcurso del tiempo fijado ya en el plano. Y precisamente eso es lo que director tiene que recoger en las partes que tiene ante sí en la mesa de montaje.
El tiempo fijado en un plano es lo que dicta al director el principio de montaje que corresponde en cada caso. Por eso aquellas partes de una película que no son montables –como se dice-, que no se pueden unir, son las que por principio transcurren en tiempos diferentes. Por eso, el tiempo real y un tiempo elaborado de modo artificial no se pueden montar: sería lo mismo que montar cañerías de agua con diámetros diferentes. La consistencia temporal que recorre el plano, la tensión del tiempo que crece o se va evaporando, eso lo podemos llamar la presión del tiempo dentro de un plano. Según eso, el montaje sería una forma de unificación de partes de una película teniendo en cuenta la presión del tiempo que se da en ellas.
La sensibilidad hacia la unidad de planos diferentes puede despertar con la unidad de la presión, que determina el ritmo de una película.
¿Pero, cómo se puede sentir el tiempo de un plano? La sensibilidad surge si tras el acontecimiento visible se hace patente una verdad determinada e importante. Cuando se reconoce clara y nítidamente que lo que se ve en ese plano no se agota en aquello que se representa visiblemente, sino que tan sólo se insinúa algo tras este plano se extiende de forma ilimitada, cuando se hace alusión a la vida. Es igual a aquella infinitud de la imagen de la que ya hablamos. La película es más de lo que en realidad parece ser (siempre que se trate de una película en el verdadero sentido de la palabra). Del mismo modo que la vida, que fluye y se transforma continuamente y ofrece a cada persona la posibilidad de sentir y llenar cada momento de un modo propio, una película verdadera, con un tiempo fijado con precisión en el celuloide, pero que fluye por encima de los límites del plano, vive en el tiempo sólo cuando el tiempo a la vez vive en ella. La especificidad del cine radica precisamente en las peculiaridades de ese proceso recíproco.
Si esto es así, una película es algo más que unos rollos de celuloide rodados y ensamblados. Más que un relato y también más que un tema. Una película se separa de su autor y comienza a tener una vida independiente, que se transforma en una forma de contenido al verse confrontada con la personalidad del espectador.
Si rechazo los principios de un cine de montaje es porque no permite que la película se extienda más allá de los límites de la pantalla. Porque no deja al espectador que se someta lo que ve en la pantalla a su propia experiencia. Ese tipo de cine plantea enigmas al espectador, le hace descifrar símbolos y entusiasmarse con alegorías, apelando a su experiencia intelectual. Pero cada uno de esos enigmas tiene una solución formulada verbalmente con toda precisión. Así, Eisenstien arrebata a su espectador la posibilidad de tomar una postura propia al percibir lo que le muestra en  pantalla. Si Eisenstein, por ejemplo, relaciona en su película Octubre un orador revolucionario con una balalaika, su método –en el sentido de la cita de Valéry- se identifica con su objetivo. El modo de construir una imagen pasa a ser en sí un fin en sí mismo, y el autor de la película inicia un ataque general contra el espectador, obligándole a asumir la postura de aquél frente al acontecimiento que se observa en la pantalla.
Si se compara al cine con artes tan marcadas por el tiempo como la música o el ballet, la cualidad diferencial del cine consiste en que esas dos artes fijan el tiempo como una forma visible de lo real, mientras que un fenómeno fijado en celuloide se percibe en todo su acontecer completo, indivisible incluso cuando se trata de un tiempo subjetivo en extremo.
Se puede clasificar a los artistas en los que configuran su propio mundo y los que reproducen la realidad. Yo personalmente pertenezco, sin duda, al primer grupo. Lo cual no cambia para nada el hecho de que el mundo en el que creo es interesante para unos, mientras deja fríos e incluso irrita a otros. Y tampoco cambia para nada el hecho ese mundo reproducido con métodos cinematográficos se ha de recibir como una realidad de momentos fijados de forma inmediata.
Una obra musical puede ser interpretada de formas diferentes. Puede tener una duración variable. El tiempo, en ese caso, es una condición de causa y efecto que se encuentra en un orden determinado, dado. El tiempo tiene, pues, un carácter abstracto, filosófico, en esa situación. En cambio, el cine es capaz de fijar el tiempo por sus características externas, accesibles de modo emocional. Así, en el cine, el tiempo se convierte en el fundamento de todos los fundamentos. Lo mismo que el tono de la música, el color en la pintura o los caracteres en el drama.
No es el ritmo una sucesión métrica de las partes de una película. El ritmo queda construido más bien por la precisión temporal dentro de los planos. Yo estoy profundamente convencido de que el ritmo es el elemento decisivo –el que otorga la forma- en el cine. No lo es por otra parte el montaje, según se lo suele creer.
Es patente que el montaje existe en todas las artes. Como sucesión de la selección y reordenación que necesariamente tiene que hacer el artista. Sin ese proceso no puede existir arte alguno. Ahora bien, el montaje cinematográfico sí es que tiene algo específico, que es la coordinación del tiempo fijado en cada una de las partes que se han rodado. Montaje es unir partes mayores y más pequeñas de una película, partes con tiempos diferentes. Sólo su unión aporta la nueva sensibilidad para con la existencia de ese tiempo, que es el resultado de exclusiones, de aquello que se corta y se tira. Pero las peculiaridades del corte están impresas ya en las partes que se montan, como ya hemos explicados. Y el montaje como tal no aporta una nueva cualidad y tampoco la reproduce de nuevo, sino que tan sólo saca a la luz del día lo que ya estaba impreso en los planos que ahora se juntan. El montaje queda anticipado ya durante el rodaje y determina desde el principio el carácter de lo que se va a rodando. Del montaje depende la longitud de los tiempos, la intensidad de su existencia, fijada por la cámara. No hay, pues, símbolos especulativos, intelectuales, objetos reales pictóricos, formas de composición compuestas en escenas con gran refinamiento. Y tampoco hay dos conceptos unívocos, cuya confrontación –según una teoría cinematográfica ya harto conocida- causa un tercer sentido de las ideas. Nada de eso: es más bien la variedad de la vida percibida y fijada en una toma.
Que mi apreciación es correcta lo confirma la experiencia del propio Eisenstein. El ritmo, que él ve en dependencia directa del montaje y de los cortes, demuestra que sus presupuestos teóricos son incorrectos y lo demuestra allí donde el montaje no se llenan con la presión temporal que exige el montaje. Como ejemplo, podemos fijarnos en la batalla del lago Peipus, en la película Alexander Nevski, del propio Eisenstein.
Sin pensar en la necesidad de dar tomas la tensión temporal correspondiente, Eisentein intenta reproducir aquí el dinamismo interior de la batalla montando una sucesión de partes cortas, incluso demasiado cortas. A  pesar del flamear –como relámpagos- de las tomas, el espectador imparcial percibe sequedad y la falta de naturaleza de lo que se le muestra en la pantalla; al menos ese espectador a quien aún no se le ha convencido de que aquello es un clásico con un montaje también clásico, tal como se enseña en la Escuela de Cinematografía. Esto sucede porque en Eisenstein no hay una probabilidad temporal en cada una de las tomas. Cada plano visto por separado, es estático y anémico. Surge así, naturalmente, una contradicción entre el contenido interno de un plano, que no fija proceso temporal alguno, y la rapidez del montaje, que es totalmente artificial, absolutamente exterior, indiferente al tiempo que ha transcurrido en el plano. No se comunica al espectador el efecto pretendido por el artista, porque éste no se ha preocupado para nada en llenar ese plano con un sentimiento real del tiempo en aquella legendaria batalla. No se recrea el acontecimiento, sino que se banaliza, artificial y arbitrariamente.
El ritmo, en el cine, se transmite a través de la vida del objeto, visible fijada en el plano. Así, del movimiento de los juncos se puede reconocer el carácter de la corriente del río, la presión del agua. Del mismo modo, el proceso vital que la toma reproduce en su movimiento informa del movimiento del tiempo.
El director demuestra su individualidad sobre todo por su sensibilidad de cara al tiempo, por medio del ritmo. El ritmo adorna su obra con características de estilo. El ritmo no se construye pensando arbitrariamente ni de forma meramente especulativa. En el cine, el ritmo surge orgánicamente, en correspondencia al sentimiento de la vida que tiene el propio director, en correspondencia a su búsqueda del tiempo. Yo tengo la impresión de que, en una toma, el tiempo tiene que discurrir de forma independiente y con su propia dignidad. Únicamente entonces las ideas encuentran un sitio en él, sin presurosa intranquilidad. La sensibilidad del ritmo es lo mismo que -por ejemplo- la sensibilidad de la palabra exacta en la literatura. Una palabra inexacta en determinada obra literaria destroza el carácter verídico de ésta, de la misma manera que un ritmo impreciso lo hace en la obra cinematográfica.
Pero aquí se llega a una dificultad natural. Supongamos que quiero que en una toma el tiempo discurra con su propio valor y de forma independiente, para que no se dé al espectador la impresión de ser forzado a algo, para que voluntariamente se entregue a ser prisionero del artista, percibiendo el material de la película como su propio material, adoptándolo como una experiencia nueva, absolutamente suya. Sin embargo aquí hay una aparente contradicción. Porque el sentimiento del tiempo del director en cualquier caso supone forzar al espectador. Del mismo modo se le impone el mundo interior del director. O bien el espectador cae en tu propio ritmo (en tu mundo) y se convierte en tu aliado o bien no lo hace, lo que significa que no se llega a comunicación alguna. Por esos hay espectadores afines y otros absolutamente extraños, lo que para mí no sólo es absolutamente natural, sino también –desgraciadamente- inevitable.
Por ello considero que forma parte de mi trabajo, como profesional, el crear un flujo de tiempo propio, individual, reproducir en las tomas mi propio sentimiento del tiempo, que puede ir desde un ritmo de movimientos perezosos y de ensueños, hasta otro en rebeldía, desaforadamente rápido.
El modo de estructurar el montaje perturba el flujo del tiempo, lo interrumpe y le concede una nueva cualidad. La transformación del tiempo es una forma de su expresión rítmica.


Tarkovski, Andrei.-  Sobre el tiempo, el ritmo y el montaje” en Esculpir en el tiempo, ed. Rialp, Madrid, 2002. Págs. 138 -148