jueves, 15 de septiembre de 2011

LA FIGURA MADRE (espacio, personaje)

Rear Windows (La ventana indiscreta)

            La ventana indiscreta es a medias una comedia. Es sin duda uno de los films más profundo de HItchcock, pero de una profundidad que se combina con la ironía continua del tono. Hemos visto que el equipo se ha enriquecido con nuevo colaborador oficial: John Michael Hayes. Las películas de este período deberán su manifiesto parentesco, en gran parte a los diálogos incisivos, cínicos y hasta malvados de Hayes.    
            Pero consideremos primero la idea de base. Aquel aspecto deductivo que señalábamos a propósito de Pacto siniestro  se presenta en La ventana indiscreta, en su fórmula más pura. El postulado es de ese tipo de simplicidad que implica un número tan grande de significados posibles que su enunciado mismo supone de nuestra parte una elección. Digamos entonces, para comenzar de la manera más modesta y más objetiva, que este tema concierne a la propia esencia del cine, de la visión, del espectáculo. Un hombre mira y espera mientras nosotros miramos a este hombre y esperamos lo que él espera. Un plano célebre de Flaherty, aquel en el que Nanuk el esquimal acecha a la morsa que va a surgir del fondo del plano, ya no había sumido en el mismo estado de gracia. Pero aquí, una obra entera está construida deliberadamente sobre lo que en el documentarista era tan sólo belleza fugitiva, azarosa. Nos desdoblamos constantemente mientras el héroe del filme se desdobla, identificándonos con él mientras él se identifica con el hombre al que está espiando.
            Si la palabra metafísica puede ser pronunciada sin temor a propósito de un filme de Hitchcock, es claramente respecto de éste. Pero no se trata únicamente de una obra reflexiva, crítica en el sentido kantiano del término. Esta teoría del espectáculo implica una teoría del espacio; esta teoría del espacio, una idea moral que deriva de ella necesariamente, apodícticamente, como se dice en filosofía. Con trazo magistral, Hitchcock ha delineado aquí la construcción clave de toda su obra, y tal vez no haya no hay un solo de sus otros bocetos que no sean corolarios, casos particulares de esta “figura madre”. Estamos en el punto de intersección de todas las dominantes materiales y morales de la mitología hitchcockiana, en el nudo de un problema cuya solución más elegante aún no había sido hallada.
            Un fotógrafo reportero (James Stewart), lesionado en la pierna intenta burlar el aburrimiento contemplando el espectáculo al que le da acceso su ventana. Munido de un teleobjetivo, ha observado el extraño ir y venir de un vecino. Con ayuda de escasos indicios y de mucho ingenio, consigue deducir que éste acaba de asesinar a su mujer. Desde ese momento su inmovilidad forzada se transforma en la más palpitante de las aventuras. Él espera, anhela que el acontecimiento confirme sus deducciones. Nosotros lo esperamos, lo anhelamos con él. El crimen es, por decirlo así, querido por aquel que pretende convertir su descubrimiento en deleite, en el sentido mismo de la vida. El crimen es deseado por nosotros, que nada tememos tanto como ver defraudada nuestra esperanza. No es la primera vez que Hitchcock denuncia esta expectativa sádica del público, sea que la disimule con un happy-end bastardo, sea con el colme con un suceso de imprevista crueldad por fácilmente previsible. Pero lo que hasta entonces eran sólo fiorituras, aquí pasa a ser la viga maestra del armazón.
            Y el hilo de la deducción corre hasta sus desembocaduras finales. La pasión de saber o, para ser más exactos, de ver, terminará por sofocar en el reportero cualquier otro sentimiento. El summum  del goce de este “voyeur”  coincidirá con la aguda cúspide de su temor. Y aquí estará su castigo: cuando a pocos metros de él pero separada por el principio del patio, su propia novia sea sorprendida en el departamento del sospechoso. Sin embargo sea este motivo más o menos profundo, no es hasta ahora más que una rama del manojo. Paralelamente a esta línea qu podríamos llamas de la indiscreción, concurren al menos dos temas capitales.
            El primero es la de la soledad. Idea materializada por la importancia del reportero para moverse de su asiento, y además por el conjunto de esas herméticas jaulas para conejos que son los departamentos vistos por él desde su ventana. Rea lista y hasta grotesco, este último motivo es pretexto para la pintura de algunas especies que componen la fauna de Greenwich Village en particular, y de una gran ciudad en general. Mundo cerrado en el interior de ese mundo cerrado que es la Ciudad entrevista por la rendija de un estrecho callejón, está  formado por un número determinado de pequeños mundos cerrados que se diferencian de las mónadas de Leibniz por poseer ventanas y existir, por eso mismo, no en carácter de cosas en sí sino de puras representaciones. Todo se presenta como si fueran proyecciones del pensamiento –o del deseo- del voyeur: éste jamás podrá descubrir en ellas sino lo que él mismo puso, lo que él anhela o espera. Sobre la pared de enfrente, separad por el abismo del patio, las siluetas insulsas son otras tantas sombras en una caverna de Platón. Al volver la espalda al verdadero sol, se le niega al reportero el poder de contemplar el Ser frente a frente. Si aventuramos está interpretación es porque el platonismo constante de la obra hitchcockiana no la desmiente. Como las Historias extraordinarias  de Poe, ésta descansa sobre la base implícita de una filosofía de las Ideas. La idea, aquí – aunque sólo fuese la idea pura del Espacio, del Tiempo o del Deseo- precede a la existencia y la funda.
            Pero esta alegoría del conocimiento se enriquece con la intrusión de un tercer elemento anecdótico, la intriga amorosa entre el reportero y su novia (Grace Kelly), de un símbolo moral, o hasta digamos teológico. Antes de El hombre equivocado y más que Mi secreto me condena, este filme es la obra de HItchocock cuyo significado es imposible comprender sin una referencia concreta al dogma cristiano. Y además, tres citas del Evangelio insertas en la trama del diálogo nos invitan a ello. Jansenista, agustiniana, antes que puritana, está fabula no sólo denuncia la libido sciendi – tanto más fácil de identificar cuanto que es provocada aquí, como en el Génesis por la curiosidad de la Mujer-, sino lo que los Padres de la iglesia llamaron delectación morbosa. En la idea de la soledad física viene injertarse la de una soledad moral, concebida como castigo por la hipertrofia del deseo.
            Ni el reportero ni su novia quieren ver el paraíso que se obstinan en creer perdido y que está sin embargo muy cerca de ellos, como lo indica, entre otros signos, ese ramo que transforma la habitación del enfermo en un jardín florido: hasta en la cloaca logra la poesía irrumpir en fugitivos instantes. En su soledad resuena la de aquella solterona decididamente refugiada en lo imaginario, la de la pareja sin hijos, la de los recién casados extenuados por la avidez sexual de los primeros días. No tomemos a Hitchcock como un censor de la carne sino de un deseo cuyo vicio constitutivo es alimentarse de sí mismo y olvidar el amor que debe servirle de soporte. El mundo que él denuncia es, por el contrario, el mundo hipócrita de la sociedad victoriana. Si los voraces besos con que Grace Kelly cubre el impávido rostro de James Stewart tienen algo de obsceno, es porque el reportero de impotencia no tanto física como moral, es incapaz de responderle con un ardor equivalente. En síntesis, cada uno de los personajes, protagonistas como comparsas, está encerrado no sólo en la celda de su departamento sino en la satisfacción obstinada de un propósito cuya apariencia exterior, parcial, lejana sólo puede ser vista como escarnio.
            Todos estos temas se sirven mutuamente de contrapunto y, como conviene a una obra tan rigurosamente elaborada, llega un momento en que se cristalizan en un solo acorde perfecto: la muerte del perrito. Testigo molesto, el animal acaba de ser eliminado por el asesino. Su propietaria avanza entonces hacia el balcón y lanza un grito desgarrador, mientras las ventanas se iluminan, salvo la del asesino, cuya presencia es delatada por el único punto rojo (observemos la utilización expresiva del color) de su cigarrillo encendido. Esta escena, como todas las del filme, está impregnada por el escarnio. Un perro no es más que un perro y, en esta circunstancia, las palabras pronunciadas por los propietarios del animal (“¿No podemos estar más cerca unos de otros, entre vecinos?”) mueven más bien a risa. Pero en este mundo todo de apariencia, de inautenticidad, lo trágico más atroz adopta la máscara de lo ridículo. El perro es la réplica  de pacotilla de aquel “inocente” que, como en Sabotaje o como la escena de caballos de madera de Pacto Siniestro, habría podido ser igualmente un niño: y nuestra pareja con perro es además un matrimonio estéril.
            Lo importante es que, con esas palabras, una vez desencadenada la acción, cada cual bebe el cáliz de su egoísmo hasta el poso. Como hemos señalado, no sólo el punto culminante y con el descubrimiento de su responsabilidad (pues es al prójimo a quien expone al peligro en la persona de su novia), sino que en su conversación con el criminal, que luego irrumpe en su casa, ni siquiera tiene la satisfacción de jugar el mejor  rol.
            “¿Qué espera usted de mí?”, le dice el hombre, atribuyendo a su pesquisa el móvil más despreciable: el chantaje; menos despreciable sin embargo que el móvil real: la cobarde curiosidad.
            Este filme es de los que mejor ponen en evidencia cardinal de la moral de Hitchcock: la exigencia. Jamás seremos bastante severos con nosotros mismos: ésta es su lección. El Mal se oculta no sólo bajo la apariencia del Bien; sino en nuestros actos más indiferentes, más anodinos, aquellos que no concebimos dependiente de la ética, que en  principio no ponen en juego ninguna responsabilidad. En este universo, los criminales son pintados con rasgos seductores al solo fin de denunciar mejor a los Pilatos que todos somos en cierto modo. Sin embargo se dirá, Hitchcock nunca va más allá de esta pura denuncia. Fustiga duramente nuestro egoísmo, pero no es proclive a demostrar el camino que por el que podríamos abandonarlo. La saturada ironía de su conclusión marca, por el contrario, un claro retorno sobre esa severidad de principio. Un último plano nos mostrará a nuestra pareja exactamente en la misma situación  que si no hubiera pasado nada.
            Si HItchcock es moralista, en cambio no tiene nada de moralizador, Esto no es, decíamos, asunto suyo. Su papel es sólo poner a la vista, dejando a cada cual la tarea de sacar las conclusiones. Y además esa culpabilidad que sabe tan bien hacer brotar en la superficie, tal vez es menos de orden moral que propiamente metafísica. Es, lo hemos dicho y no tememos repetirlo, constitutiva de nuestra propia naturaleza, herencia de la falta original. A tal punto que, fuera de una referencia al dogma cristiano, a la idea de la Gracia, el pesimismo de esta actitud tendría derecho a indignarnos como irrita a todos aquellos que pretenden fundar la moral exclusivamente sobre valores humanos, También para Hitchcock el corazón del hombre está “hueco y lleno de basura”: a quien rechace esta imagen no puede hacerlo más que desde el punto de vista de un angelismo ateo, reconociendo con ello la legitimidad de nuestra interpretación. Es por lo menos paradójico sonreír cuando se proponen claves teológicas para la obra de nuestro cineasta, sin cesar por ello de derramar sobre él las mismas invectivas que se arrojan, en otros ámbitos sobre el cristianismo.

Extráido de Hitchcock de Claude Chabrol y Éric Romher, ed. Manatial, Buenos Aires, 2010.                                                                                                                                            

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