viernes, 21 de mayo de 2010

Fragmento capítulo 11 de Estética y psicología del cine de Jean Mitry

II. La cámara móvil

Independiente de las cuestiones subsidiarias de ritmo y de estructura, hemos visto que mediante el montaje el film recobra movilidad de la visión psicológica. Así lo subraya Edgar Morin:

Restablecemos siempre no sólo la constancia de los objetos, sino la del marco espacio-temporal. El espectador reconvierte en su simultaneidad las acciones paralelas, aunque sean presentadas según una alternancia de planos sucesivos. Ese aunque es también un porque: la sucesión y la alternancia son los modos mismos por los que percibimos acontecimientos simultáneos, y más aún un acontecimiento único.

En la vida real, el medio espaciotemporal homogéneo, sus objetos y sus acontecimientos, están dotados; en tal marco, la percepción descifra mediantes múltiples saltos, reconocimientos y envolvimientos. En cine lo que está prefabricado es el trabajo de desciframiento, y a partir de esas series fragmentarias la percepción reconstruye lo homogéneo, el objeto, el suceso, el tiempo y el espacio. La ecuación perceptiva es finalmente la misma, sólo la variable cambia (Le cinéma et l´ homme imaginaire).

Tales comprobaciones basadas en la Gestalt bastarían para refutar los argumentos de Bazin sobre la percepción del campo total, si esta evidente reconversión (de las cosas presentadas sucesivamente) no fuera una operación de conciencia. Dicho de otro modo, tenemos la noción de simultaneidad; nosotros la captamos pero no la experimentamos; la aprehensión se ha vuelto compresión. Por el contrario, en la percepción en campo total esta simultaneidad nos es dada. Volvemos a sentirla en todos sus efectos sin tener que reestructurarla mentalmente.

Así ocurre con el movimiento. El montaje resuelve la movilidad presentándole un punto fijo. Veo las cosas de frente, por la izquierda, por la derecha, desde arriba, desde abajo, pero cada visión supone el paso instantáneo de un punto a otro. El desplazamiento está sobreentendido; jamás se produce de modo efectivo. Esta necesidad es la que provoca los travellings.

Ya henos visto que los travellings, en su origen, no tuvieron otro objeto que seguir a los actores; pero en última instancia puede decirse que un travelling que sigue a igual distancia y con igual rapidez a los personajes en movimiento es otra forma de plano fijo; es el paisaje el que parece desplazarse. Lo cual, por otra parte, permite rodar falsos travellings en el estudio. ¿No vemos a una pareja en coche corriendo a toda velocidad por una carreta bordeada de árboles? El coche está inmóvil, la cámara también, pero detrás del coche se proyectan en transparencia el paisaje y los árboles que desfilan.

Sólo a partir de 1924 se pudo hablar de cámara móvil, cámara que se desplaza entre los personajes del drama y no sólo con ellos (El último, de Murnau). Pero esta movilidad no se consiguió ni fue constantemente posible hasta la aparición de la grúa (1930). Los movimientos de cámara, en un principio descriptivos, fueron adquiriendo paulatinamente una significación psicológica que no servía sólo para describir los lugares o seguir a los personajes, sino para ponerlos en relación entre sí, para construir el espacio del drama.

Ya que hemos hablado del extraordinario travelling hacia delante de Intolerancia, que fue uno de los primeros en ser tanto selectivo como descriptivo. Al describir Babilonia y sus numerosas multitudes, se trataba de descubrir, en medio de su corte, al rey Baltasar y a la princesa; el travelling, al final de su recorrido, los encuadraba en plano conjunto.

Igualmente notable es el travelling que desde las primeras secuencias de Y el mundo marcha (de King Vidor) aísla al héroe, un simple empleadillo perdido en la capital. Tras largas panorámicas que describen Nueva York y sus edificios, y algunos avances por sus animadas avenidas, la cámara llega a los pies de un gigantesco rascacielos. Una rápida ascensión nos lleva a la altura del piso vigésimo. Enfocando el punto central, la cámara avanza entonces hasta una de las ventanas de ese piso y pone al descubierto una inmensa oficina donde trabaja un centenar de empleados. Prosiguiendo su avance, la cámara atraviesa la ventana, franquea la mitad de la oficina y desemboca, al término de su trayecto, en el escritorio ocupado por el personaje del drama, encuadrado entonces en plano medio. Con un solo movimiento se pasa de una multitud de rascacielos a uno de entre ellos; de esto a uno de los pisos del edificio, luego a una de las múltiples oficinas de esta oficina. Una serie de planos separados nunca hubiera conseguido expresar con precisión tan simple, el hombre y la multitud, definiendo, al mismo tiempo, el aislamiento del ser y su insignificancia.

El extraordinario viaje de Fausto y Mefistófeles franqueando montes y valles, ciudades y campos (Fasuto, de Murnau) y el viaje interplanetario de La mujer en la luna (de Fritz Lang) figuran entre los travellings más bellos de la época final del cine mudo. Pero los primeros movimientos de cámara a la vez descriptivos y psicológicos –y que siguen figurando entre los más notables- fueron los de Amanecer (de Murnau). Uno de ellos acompaña al héroe cuando desciende hacia la marisma donde tiene una cita con una mujer. La curva sinuosa del travelling que acompaña su marcha, la larga bajada entre los rosales luego, un recodo del camino, el descubrimiento repentino de las ciénagas y el avance hacia la mujer, traducen a la vez su movimiento y sus sentimientos –sus dudas, su deslumbramiento final- y hacen que el espectador también participe de ellos, experimentándolos al mismo tiempo.

Más notable aún es el viaje en tranvía que lleva al hombre y su joven esposa desde el bosque a la ciudad: cada vuelta descubre un nuevo horizonte, un nuevo aspecto, mientras los esposos van acercándose poco a poco y se reconcilian en un deslumbramiento compartido: la modificación progresiva del paisaje refleja la evolución de sus sentimientos y viene a convertirse en la expresión física de su drama.

Desde el empleo de la grúa, las denominaciones travelling hacia delante, travelling lateral, travelling hacia atrás, no tienen apenas sentido: la cámara describe los movimientos más diversos al azar de sus curvas. En Amanecer el hecho era ya evidente. No obstante, estas denominaciones siguen siendo válidas cuando se trata de la pasada, es decir, del travelling dirigido: hacia un personaje o un objeto, o desde un personaje o un objeto. En el primer caso se limita el campo al mismo tiempo (travelling hacia delante); en el segundo, se descubren los hechos anejos y el lugar mismo a medida que el campo se ensancha (travelling hacia atrás).

Durante mucho tiempo este género de pasada fue empleado para avanzar sobre personajes mientras crece la intensidad dramática. La diferencia con el corte franco es un aumento gradual de la emoción, una especie de decantación en vez de un aislamiento brusco. Pero esta forma de subrayar el momento crucial, de recoger las lágrimas de la heroína como al fin de una elevación se ha convertido pronto en una vulgaridad. Hoy día ese procedimiento no es menos irrisorio que el abuso del campo-contracampo.

Si el travelling hacia atrás permite siempre descubrir algo imprevisto (lugar o situación) a partir de un punto de partida más o menos significativos, el travelling hacia delante apenas se utiliza para representar el desplazamiento de un personaje o para la fijación de un detalle, un movimiento de espera como en La sombra de una duda.

Este último caso es, evidentemente, el de mayor interés. Pero supone el crecimiento rápido –y a un tiempo gradual- del detalle de que se trata o, si se prefiere, el estrechamiento rápido del campo de la cámara. A este respecto, el travelling óptico (obtenido por la focal variable) es siempre preferible al travelling real, en el sentido de que es ultrarrápido y no provoca modificaciones de las perspectivas. En este efecto, todo ocurre como si pasase del plano de una fotografía al plano de un detalle de esa misma fotografía, paso que se traduce bastante bien la fragmentación del campo perceptivo. El corte directo, al pasar bruscamente del plano total al primer plano, refleja la atención de la mirada, pero no el movimiento intencional de la conciencia.

Incluso rápido, el travelling real es mucho más lento. Además, la modificación de las perspectivas, consecuencias del desplazamiento real, supone, e incluso implica, un desplazamiento auténtico. En efecto, si se ve (plano general) a un individuo sentado mirando un revólver situado en un rincón de la chimenea y si, desde el punto en que se encuentra, se hace un travelling sobre el objeto, no sería lógico ver en el plano siguiente al individuo que sigue sentado en el mismo lugar. Sin duda, puede entenderse que se trata de una actitud mental, de una veleidad cualquiera, pero el propósito estaría mal traducido porque la atención no supone modificación del campo espacial. Tal forma sólo sería válida si se tratase de un paralítico imaginando su movimiento. De igual modo, y por vía de reciprocidad, el travelling óptico es incapaz de traducir de modo satisfactorio los desplazamientos reales.

Lo esencial, en todos los casos, es una justificación –física, dramática o psicológica- de los movimientos de cámara.

En los principios del cine hablado, uno de los films más frecuentemente citados era Un reportaje sensacional (de Lewis Milestone). El uso de la grúa era hábil, pero, a causa de una sistematización excesiva, su empleo a veces se volvía absurdo. Para demostrarlo sólo voy a recurrir al siguiente ejemplo:

Una de las escenas ocurre en la sala de espera de una prisión donde están reunidos los reporteros que esperaban la hora de ejecución para dar cuenta por teléfono a sus respectivos periódicos. Sentados en derredor de una inmensa mesa hablan, discuten, se ponen nerviosos, y la cámara que gira en torno a ellos les sorprende de frente , de espaldas, de perfil, etcétera, siguiendo la conversación y el ritmo de ésta. Lo cual está bien.

Algo más tarde, cuando telefonean, en el colmo del nerviosismo, la técnica cambia. Una serie de flashes tomados en planos fijos y cada vez desde ángulo distinto, nos muestra primero a uno, luego a otro, más tarde a un tercero, y a un cuarto, con un ritmo precipitado impuesto por la acción y, por consiguiente, absolutamente justificado.

Pero no ocurre lo mismo cuando otro redactor (Adolphe Menjou), a quien no se esperaba, irrumpe con gran sorpresa de sus colegas. Se podía tratar la escena de muchas formas; de esta, por ejemplo (muy clásica):

A. En plano de conjunto se ve a varios periodistas que escriben o telefonean (unos de espaldas, en primer plano, otros de frente, desde otro lado de la mesa). De pronto se oye la puerta que se abre. Vuelven la cabeza en esa dirección. Se inicia este movimiento para ajustarlo con…

B. La puerta que acaba de abrirse (vista desde el sitio de uno cualquiera de ellos), Menjou irrumpe en la sala.

Para no cambiar de plano podía disponerse la cámara de tal forma que una ligera panorámica, siguiendo la mirada de los periodistas, descubriese en segundo término la puerta abriéndose. Pero la brutal oposición de los planos A y B, que muestra casi simultáneamente el efecto y la causa, permitía además incrustar al espectador en el ambiente para comunicarle la sensación de sorpresa por los reporteros.

Ahora bien, en la película, sin que se sepa por qué y sin que ocurra nada, la cámara, en un momento dado, abandona a los periodistas y se dirige hacia la puerta, sólo para ir a buscar a Menjou, cuya llegada es absolutamente imprevisible. Por supuesto, Menjou llegue entre ellos para sorprenderse por su irrupción en una sala cuya puerta esá situada a algunos metros del lugar en que se encuentran. Luego, y sobre todo, porque el espectador no participa de la acción. Ve que los periodistas quedan sorprendidos, pero él no lo está en absoluto. Ese travelling hasta la puerta es como si se le dijiese: “¡Atención! Va usted a ser sorprendido…” y el efecto de sorpresa queda en ese mismo momento destruido.

Se trate de travellings o de planos fijos, la cámara, en efecto, debe seguir al suceso y no precederle. Esta ley, a la que hemos hecho alusión, es fundamental en el sentido de que es función de la psicología del espectáculo y de la escritura. No preside ningún estilo particular, ninguna manera de decir, sino el hecho mismo de decir y de expresar: No se puede decir algo antes que este algo se produzca. Hacerlo supone destruir el simulacro que uno se esfuerza en crear. La cámara que precede a la cosa es el equivalente de lo que en teatro se denomina un efecto telefoneado.

Es, sin duda, indispensable establecer las vinculaciones. Si se quiere pasar de un suceso a otro sin ruptura (subrayando de este modo cierta unidad global) es preciso que la cámara se desplace, que abandone el uno para captar lo otro. El arte consiste entonces en evitar la gratitud de tales movimientos, en actuar de forma que aparezcan a un tiempo naturales y necesarios. William Wyler fue, sin duda, el primero que supo darles una justificación evidente acreditándolos mediante una especie de coeficiente descriptivo o psicológico. Así, en Horas desesperadas vemos, en un callejón sórdido, muchachos que se pelean y se tiran tronchos de manzana a la cara. De pronto, uno de los proyectiles yerra del lugar. Uno de los chicos se precipita enseguida y la cámara, enmarcándole en una toma desde arriba, lo sigue en su desplazamiento. El movimiento parece irrisorio: supone hacer demasiado caso a bien poca cosa. Pero apenas el muchacho ha recogido el desperdicio, al erguirse, ve (y la cámara, siguiendo su movimiento, lo descubre con él) sobre el brocal, un metro por encima de él, a un individuo en quien nadie se había fijado y que desde hacía unos instantes les observaba. De este modo un nuevo personaje (Humphrey Bogart) entra en acción.

Sin embargo, nunca se hará suficiente hincapié en la inutilidad de ciertos travellings que no tienen más razón de ser que seguir el desplazamiento de un personaje, so pretexto de describir la realidad del suceso. Así ocurre en La solterona (The old maid), de Edmundo Goulding. Vemos a Bette Davis y a Miriam Hopkins sentadas en el salón de una de esas grandes propiedades de Nueva Orleáns, a finales del siglo pasado. En cierto momento Bette Davis se levanta para ir en de un objeto, al parecer de primera necesidad. Entonces franqueamos el salón, un largo corredor, otra habitación, el hall de entrada; con ella subimos al primer piso, nos adentramos por un corredor y entramos finalmente en su habitación para ver cómo abre una cómoda… ¡y coge un pañuelo! Luego, de retorno, seguimos el mismo camino. Es inútil decir que ese pañuelo no tiene significación de ningún tipo en el drama en cuestión. Si lo tuviese, sería al menos una excusa y, por supuesto, si en el curso de ese largo trávelling hubiéra­mos podido captar, mediante algún comportamiento revelador, algo que hasta entonces hubiese estado oculto, entonces su necesidad habría sido evidente. Como máximo se puede suponer una razón dramática, melodramática necesariamente; una ma­dre se precipita hacia su hijo que la llama: cuanto más largo es el camino más viva es su precipitación. La duración del trayecto no hace más que aumentar su angustia. Razón banal, quizá, pero razón al fin y al cabo; pero en el film en cues­tión no se describe estrictamente nada que no sea el acto mismo, es decir, su insignificancia absoluta. En lugar de ese trávelling inútil, una elipsis hubiera sido más apropiada. Seguir todo un hecho para respetar el «tiempo real» es una cosa completamente lícita, a condición de que la duración contenga algún significado, porque si se trata de describir el vacío eso se puede hacer indefinidamente y es un arte que está al alcance de cualquiera. El problema no es tanto el trávelling «en sí», sino lo que contiene, aquello para lo que sirve.

A este desplazamiento sin objeto se puede oponer fácilmente el trávelling que inicia el baile de Madame de..., que con un movimiento de un solo trazo describe a un mismo tiempo los lugares y las personas y pone de relieve el comportamiento de los dos héroes (Daniéle Darrieux, Vittorio de Sica). Y, por supuesto, el de Sed de mal o el de Cuando pasan las cigüeñas.

No obstante, y pese a ciertos hechos psicológicos que no tardaremos en analizar, el interés manifiesto del trávelling es menos seguir a los personajes que contribuir a crear «el espa­cio del drama», a «presentar» a los personajes, desplazándose libremente alrededor de ellos. A este respecto podríamos citar el del baile de El cuarto mandamiento (de Welles), o el del paseo en calesa. André Bazin ha analizado sutilmente este último:

Se reduce, por inversión, a un plano fijo, puesto que del comienzo al fin George y Lucy permanecen en el mismo cuadro. [...] Mien­tras George y Lucy intercambian sus respuestas, vemos desfilar des­de el otro lado de la calle las casas, las tiendas, las fábricas, la de­coración típica de Midtown en esa época. Por supuesto, sólo le prestamos una atención relajada, pero la nitidez de la fotografía no nos permite ignorar su presencia. Mientras, el diálogo prosigue y se acerca a su dramático desenlace (el orgullo de Lucy y la so­berbia de George hacen fracasar este intento de reconciliación); la cámara lo hace perceptible mediante un ligero retroceso que aleja de nosotros a los protagonistas y... descubre, al mismo tiempo, el conjunto de la calle cuyos elementos sucesivos habíamos visto des­filar. Lejos de ser gratuito, este descubrimiento resume en cierta forma el decorado, nos da su balance, como el latigazo de George, que pone el tiro al galope, concluye de forma significativa el fraca­sado diálogo de amor. Es precisamente esa ligera panorámica final, que la transparencia no habría permitido (al menos con cierta soltura) lo que permite cerrar la secuencia sin dar un paso en fal­so. Pero hay todavía una razón más perentoria para la construcción de un decorado de calle (que por otro lado sirve en más momentos de la película), y es ese trávelling en calesa que acompaña al otro diálogo amoroso tras el retorno de Lucy (diálogo que concluye con el desvanecimiento de Lucy en la tienda). Los protagonistas están entonces de pie, pero recorren igualmente la calle por la acera de enfrente. La proximidad del decorado, la entrada en la tienda en el mismo tipo de plano harían en esta ocasión la transparencia tos­camente evidente. Pero Welles ha afinado: durante el paseo hemos visto en las vitrinas el reflejo del decorado que ya habíamos con­templado durante la escena de la calesa. De este modo, la calle que la cámara no puede abarcar de un solo golpe, al mismo tiempo que a los actores, adquiere una realidad, una presencia que la vincu­la tan íntimamente a su juego como si éste se desarrollase en un decorado estrecho (Orson Welles).


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