Por naturaleza y por nuestra formación escolar, impuesta desde hace mucho inclusive por loes mejores maestros, tendemos a considerar al espacio y al tiempo como dos categorías distintas de valores. Así, nuestra representación mental de un metro cúbico está perfectamente separada de nuestra idea de un segundo, por cuanto nos parece que podríamos conservar en el espíritu, por tiempo indefinido, la imagen, por ejemplo, de un estéreo de leña. Pero en la representación cinematográfica, el montaje atribuye necesariamente a esta imagen de un estéreo una cierta duración – es decir, una dimensión de tiempo- de dos o tres segundos. El film no puede representar el volumen espacial, abstraído de toda medida de temporal. Mientras que nuestro pensamiento diseca los fenómenos según el análisis kantiano del espacio y del tiempo, el universo que percibimos en la pantalla, nos muestra volúmenes-duraciones en un proceso permanente de síntesis del espacio y del tiempo. El cine nos presenta pues como una evidencia, el espacio- tiempo.
Mal que bien, hemos terminado por ajustar todos los tiempos de nuestras diferentes experiencias –psicológica, fisiológica, histórica, cósmica, etc.- al tiempo astronómico solar que se nos manifiesta como constante. Y, hasta la invención del acelerado, del ralenti y del movimiento inverso en el cine éramos incapaces de concebir qué resulta de nuestra representación del universo al modificar éste su ritmo temporal. El cine crea, como jugando, esos mundos que parecían inimaginables, en los que las velocidades del tiempo son veinte veces más lentas, o cincuenta mil veces más rápidas que la de nuestros relojes. En un documental sobre la danza o la vida de un mundo fragmentario, dotado de un tiempo interior particular que no solamente difiere del nuestro, sino que también es variable en relación consigo mismo: uniforme o variablemente acelerado o retardado. Se nos hace patente lo ilusorio de buscar una simultaneidad, cualquiera que fuese, entre los sucesos desarrollados en uno de esos mundos y los del nuestro. De este modo, la película nos introduce, gracias a la experiencia visual y por simple evidencia, en la compresión de una relatividad de extensísimo dominio.
La relatividad no se ofrece aquí abajo el aspecto de una difícil expresión matemática, sino de una metamorfosis, a menudo embellecida, siempre interesante e instructiva, de todas las formas de movimiento. El jinete, el caballo, el bailarín, por obra del ralenti perfeccionan su gracia de modo admirable. Por el acelerado los minerales se transforman en seres vivos, las plantas comienzan a gesticular, las nubes estallan y florecen en el cielo cual fuegos artificiales. Tales son los efectos, de una profunda concepción estética y, a la vez, de importante significación filosófica, logrados mediante el enriquecimiento de la imagen con una suerte de relieve en el tiempo.
El descubrimiento de la perspectiva temporal se identifica con la comparación, ahora posible, entre distintas velocidades de acontecimientos que se suceden engendrados por el cine y opuestos al tiempo medio humano, así como el arquitecto coloca un personaje en la maqueta de un monumento para juzgar las proporciones del mismo. En realidad sólo conocemos las cosas a través de sus diferencias. En un mundo monocromático, en el que todo fuera rojo, no habría ningún color, ni siquiera el rojo; en un sistema de temperatura constante, la temperatura no sería perceptible ni susceptible de medición, y en un universo sujeto a una velocidad, el tiempo desaparecería. Si poseemos una noción de tiempo, aunque bastante confusa, se debe a que, por una parte, los elementos de nuestro universo se mueven con velocidades diferentes, y por otra, a que la relación entre estas velocidades y los principales movimientos de referencia, los de la luz y de la tierra, permanece constante. Más el cine realiza el prodigio de alterar esta constante que parecía intocable operador de la creación; el cine divide y multiplica un ritmo considerado como indivisible y no operable; dentro y más allá del único valor que teníamos aún por absoluto, permite la aparición de una dimensión temporal , limitada desde el punto de vista técnico, por las condiciones fotográficas y mecánicas, pero ya con desarrollo suficiente como para ofrecer a la estética y a la dramaturgia del film, nuevas posibilidades de plasmarse del modo quizás más original, más exclusivamente cinematográfico.
Merced a la facultad del movimiento en el espacio, el espectáculo cinematográfico se diferencia, por de pronto, en cuanto a una de sus maneras, de la representación teatral, obligada a ubicar la acción siempre a la misma distancia del espectador. Por su poder de describir los acontecimientos en sus más variados ritmos temporales, el cine está en condiciones de superar también al teatro en cuanto a otra de sus maneras. Podría objetarse que, desde hace mucho, desde los misterios representados en la edad media, el tiempo teatral difiere del histórico; que ya las tragedias griegas condensaban horas reales en tres o cuatro de duración del espectáculo; que hoy, toda la vida de un hombre pueda ser resumida en tres actos de cuarenta minutos cada uno. Pero en este caso, no se trata realmente de aceleración, sino de una discontinuidad, de interrupciones en el tiempo. Los seleccionados lapsos de tiempo constituyen los actos, se desenvuelven siempre con una cadencia casi normal. Se considera que la supuesta aceleración, puramente ficticia, sólo se produce durante los entreactos. El único medio que dispone el teatro para dar algo así como la impresión del ralenti, es el aburrimiento que pueda causar. La dramaturgia teatral que dispone exclusivamente de una distancia espacial, está también sometida a una única velocidad temporal. Sólo el cine puede mejorar con tanta libertad una multitud de perspectivas cuadridimensionales de espacio y tiempo.
¿Aprovecha el cine esta ventaja? Es otra cuestión. La más corriente experiencia de la vida y el empleo de tantos medios de expresión gráfica, nos han habituado a comprender las más diversas y atrevidas representaciones según las tres dimensiones espaciales. En consecuencia, la capacidad de un mayor movimiento de cámara, constituye, en nuestros días, un carácter adquirido de la técnica. Por el contrario el tiempo por su monorritmia, ha quedado como una noción, a la vez difusa y rígida, por cuyas transformaciones somos requeridos en menor grado. En esto, como en tantos otros dominios, el cine imitó al teatro y práctico, en especial, la aceleración sobreentendida, expresada por un subtítulo o una réplica que informaban al espectador que, entre dos secuencias, habían transcurrido subrepticiamente veinte años. Rara vez un realizador se ha preocupado de tender, por encima de una laguna tiempo, el puente aunque fuere de un plano, en el que un paisaje floreciente se cubriera poco a poco de nieve, o en el que un jardín, en contados segundos, resucitase de su muerte invernal.
Es cierto que en 1910, los operadores sabían ya “rodar” más rápido para mostrar, mediante retardo en la pantalla, con mayor claridad la habilidad de un “morcillero” o frenar la mano para precipitar una persecución, destacando así lo cómico de la situación. Casi a excepciones se limita hoy el empleo, con fines dramáticos, de las variaciones temporales cuyo sorprendente valor estético y psicológico atestiguan sin embargo numerosos documentales. En El gran dictador, Chaplin utiliza el ralenti el acelerado, inclusive el movimiento inverso, para dar un carácter más gracioso y fantástico a la escena de una danza con el mapamundi, finalizada la cual, trepa, con irreal agilidad, si no por las paredes, al menos a lo largo de las cortinas de una ventana. Aquí el procedimiento, insistiendo sobre la locura del personaje, alcanza una evidente fuerza dramática. Sólo cabe reprocharle por haberlo utilizado de modo episódico en franca ruptura de ritmo con l resto de la película. En lo que refiere a la aplicación continuada del ralenti dramático, no hallo otro ejemplo citable –por lo que me excuso- que La caída de la casa Usher. Este film debe lo mejor de su atmósfera trágica y misteriosa al empleo sistemático de un retardo discreto, de la relación 1 ½ ó 2, que no solamente permite captar en detalle, como a través de una lupa, los gestos y expresiones, sino que, automáticamente, les infunde dramaticidad, los prolonga y los tiene en suspenso como a la espera del acontecimiento. El actor puede interpretar en forma normal cualquier escena: entra, se sienta, abre un libro, lo hojea; por simple desmultiplicación, la cámara confiere una íntima gravedad a tal representación, la hace depositaria de un extraño secreto, la convierte en un fragmento de tragedia.
Se objetará que, en lo que concierne a los planos dialogados, de ninguna manera es posible alejarse de la cadencia normal. Y bien. Al manejar una moviola, cualquiera puede comprobar que un imperceptible ralenti dramatiza la voz con mayor intensidad que en el caso de la imagen, aunque es cierto que no es posible utilizar este efecto por grabación directa, sino por medio de una regrabación.
Por otra parte, nuestra limitada disposición para valernos del poder del que esta dotado el cine como creador de lo bello, lo singular, lo dramático, por variación del ritmo temporal, no proviene, en el fondo, de dificultades técnicas, superables casi todas. La verdadera razón de esta apatía reside en la inexperiencia, la pereza, la incapacidad de nuestro espíritu, mucho menos hábil que el instrumento cinematográfico en la concepción de las modalidades temporales, diferentes de aquella a la que estamos habituados y reducidos a vivir. En este punto, las cualidades de la máquina aventajan a las de la persona, se manifiesta realmente sobrehumanas. El hecho está lejos de ser único, pues, entre otros, los anteojos, microscopios, los diversos tubos captores, contadores, indicadores electrónicos nos proponen representaciones del espacio que, por supuesto, somos en absoluto incapaces de imaginar simplemente con nuestros ojos. Pero hace alrededor de cinco siglos que, desde Galileo, los sabios se esfuerzan por flexibilizar, diversificar, enriquecer nuestra concepción de la extensión, vulgarizándola en una infinidad de esquemas visuales. Ahora bien, el cine, que sólo tiene cincuenta años, es el primer aparato que procura hacernos ver las diferencias de tiempo mismo, no ya transportadas en valores espaciales, sino representadas en valores del tiempo mismo. En esto estriba, a no dudarlo, la más importante originalidad del mecanismo de animación de las imágenes. Han de transcurrir no pocos años hasta que os acostumbremos a utilizarlo corrientemente, hasta que nuestro pensamiento aprenda a manipularlo con tanta facilidad el tiempo como el espacio. Esta conquista, que transformará la cultura en sus cimientos, será obra del cine.
Epstein, Jean.- “La dramaturgia del tiempo” en Esencia del cine, ediciones Galatea Nueva Visión, 1957. Pág. 129- 134.
No hay comentarios:
Publicar un comentario