viernes, 8 de julio de 2011

La pantalla y el realismo del espacio de André Bazin


De la naturaleza fotográfica del cine resulta efectivamente fácil concluir su realismo. Y la existencia de lo maravilloso o de lo fantástico en el cine, lejos de venir a debilitar el realismo de la imagen, resulta ser la más conveniente de las contrapruebas. La ilusión en el cine no se funda como en el teatro en las convenciones tácitamente admitidas por el público, sino, por el contrario, en el realismo innegable de lo que se muestra. El truco tiene que ser materialmente perfecto: el “hombre invisible” debe llevar pijamas y fumar cigarrillos.
            ¿Hay que concluir que el cine está obligado a la representación única si no de la realidad natural, sí de una realidad verosímil cuya identidad con la naturaleza, tal como se la conoce, puede admitir el espectador? El relativo fracaso estético del expresionismo alemán confirmaría esta hipótesis, porque se ve claramente que Caligari ha querido sustraerse al realismo del decorado bajo la influencia del teatro y la pintura. Pero esto sería aportar una solución simplista a un problema que admite las más sutiles respuestas. Estamos dispuestos a admitir que la pantalla se puede abrir sobre un universo artificial, con tal de que exista un común denominador éntrela imagen cinematográfica y el mundo que vivimos. Nuestra experiencia del espacio constituye la infraestructura de nuestra concepción del universo. Transformando la fórmula de Henri Gouhier: “la escena acepta todas las ilusiones, salvo la de la presencia”, podría decirse: “La imagen cinematográfica puede vaciarse de todas las realidades excepto una: la del espacio”.
            Todas es quizá decir demasiado, porque no pondría sin duda concebirse una reconstrucción del espacio privada de toda referencia a la naturaleza. El universo de la pantalla no puede yuxtaponerse al nuestro; lo sustituye necesariamente, ya que el concepto mismo de universo es espacialmente exclusivo. Durante un cierto tiempo, el film es el Universo, el Mundo, o se si quiere, la Naturaleza. Hay que reconocer que todos los films que han intentado sustituir el mundo de nuestra experiencia por una naturaleza fabricada y un universo artificial no han obtenido éxito idéntico. Admitidos fracasos de Caligari y Los Nibelungos, podemos preguntarnos de dónde surge el éxito incontestable de Nosferatu y La pasión de Juana de Arco (utilizando como criterio de éxito el hecho que estos films no han envejecido).Parece, sin embargo, a primera vista, que los procedimientos de puesta en escena pertenecen a la misma familia estética y que, con las variedades de temperamento o de época, pueden clasificarse estos cuatro films dentro de un cierto “expresionismo” opuesto al “realismo”. Pero si se los considera desde más de cerca, se advierte que existen entre ellos diferencias esenciales, que son evidentes en lo que concierne a R. Wiene y Murnau. Nosferatu se desarrolla casi siempre en decorados naturales, mientras que lo fantástico de Caligari naca gracias a un esfuerzo de deformación de la iluminación y del decorado. El caso de la Juana de Arco, de Dreyer, es más sutil, porque participación de la naturaleza puede parecer en un principio inexistente. Aun siendo más discreto, el decorado de Jean Hugo no es apenas menos artificial y teatral que el utilizado en Caligari; el empleo sistemático de los primeros planos y de ángulos extraños acaba por destruir el espacio. Los habituales de los cine-clubs saben que nunca deja de contarse, antes de la proyección del film de Deyer, la famosa historia de los cabellos de la Falconetti cortados realmente por las exigencias de la obra; y que suele también mencionarse la ausencia de maquillaje en los actores. Pero estos recuerdos históricos de ordinario no van más allá del interés anecdótico. Sin embargo, me parece que esconden el secreto estético del film; aquel incluso que determina su perennidad. Por ellos la obra de Dreyer no tiene nada en común con el teatro y podría decirse incluso que con el hombre. Cuanto más exclusivamente recurría a la expresión humana, más obligado estaba Dreyer a reconvertirla en naturaleza. Que nadie se equivoque: ese prodigioso fresco de cabezas es exactamente lo contrario de un film de actores: es un documental sobre los rostros. Allí no tiene importancia que los actores “actúen” bien; en revancha, la verruga del obispo Cauchon o las manchas vinosas del Jean d´ Yd son parte integrante de la acción. En este drama, visto al microscopio, la naturaleza entera palpita en cada por de la piel. El desplazamiento de una arruga, el pellizcarse un  labio son los movimientos sísmicos y las mareas, el flujo y el reflujo de esta geografía humana. Pero la suprema inteligencia cinematográfica de Dreyer me parece manifestarse especialmente en la escena en exteriores que cualquier otro no hubiera dudado en rodar en estudio. El decorado que había sido construido evoca con toda precisión una Edad Media teatral y de miniaturas. En este sentido, nada menos realista que ese tribunal en el cementerio o esa puerta levadiza; pero todo está iluminado por la luz del sol y el sepulturero arroja por encima de la fosa una paleteada de verdadera tierra. Son esos detalles secundarios y aparentemente contrarios a la estética general de la obra los que le confieren, sin embargo, su naturaleza cinematográfica.
            Si la paradójica estética del cine reside en una dialéctica de lo concreto y de lo abstracto, a causa de la obligación que tiene la pantalla de significar con la única mediación de lo real, es importantísimo discernir los elementos de la puesta en escena que confirman la noción de realidad natural y de los que la destruyen. Pero sería una consideración grosera el subordinar el sentimiento de realidad a la acumulación de hechos reales. Puede sostenerse que Les Dames du Bois  de Boulogne es un film realista, aunque todo o casi todo en él sea estilización. Todo excepto el ruido insignificante de un limpiaparabrisas, el mormullo de una cascada o el rumor de la tierra que se escapa de una vasija rota. Son estos ruidos, por lo demás cuidadosamente escogidos por su indiferencia con respecto a la acción, los que garantizan su verdad.
            Siendo, por tanto, el cine una dramaturgia de la naturaleza, no puede haber cine sin construir un espacio abierto, que sustituye al universo en lugar de inclinarse en él. Este sentimiento de espacio no puede sernos dado por el cine sin recurrir a ciertas garantías naturales. Pero es menos una cuestión de construcción de decorado, de arquitectura o de inmensidad, que de aislamiento de un catalizador estético que bastará introducir en una dosis infinitesimal en la puesta en escena, para que precipite totalmente en  “naturaleza”. El bosque de cemento de Los Nibelungos  puede parecer infinito, pero no creemos en su espacio; mientras el murmullo de una simple rama de álamo agitada por el viento, bajo el sol, bastaría para evocar todos los bosques del mundo.
            Si este análisis está bien fundado, hay que admitir que el problema estético primordial en la cuestión del teatro filmado es la del decorado. La dificultad que tiene que resolver el director es la de convertir en una ventana sobre el mundo a un espacio orientado únicamente hacia una dimensión interior, el lugar cerrado y convencional del juego teatral.
            No es en el Hamlet de Laurence Olivier donde el texto parece superfluo o debilitado por la paráfrasis de la puesta en escena y, menos todavía, en el Macbeth de Welles, sino paradójicamente en las puestas en escena de Gaston Baty, precisamente en la medida en que éstas tratan de crear sobre la escena un espacio cinematográfico, en la medida en que pretenden negar el reverso del decorado y reducen así la sonoridad a las solas vibraciones de la voz del actor, que queda privada de su caja de resonancia como un violín que no tuviera más que sus cuerdas. No se puede negar que lo esencial del teatro es el texto. Concebido para la expresión antropocéntrica de la escena y encargado de suplir por sí solo a la naturaleza, no puede, sin perder su razón de ser, desplegarse en un espacio transparente como el vidrio. El problema que se plantea al cineasta es, por tanto, el de dar a su decorado la opacidad dramática, respetando su realismo natural. Resuelta esta paradoja del espacio, el director, lejos de temer a la transposición en la pantalla de las convenciones teatrales, encuentra por el contrario una absoluta libertad para apoyarse en ellas. A partir de ahí, ya no hace falta huir de lo que “resulta teatral” sino incluso eventualmente acusarlo, rechazando las facilidades cinematográficas como ha hecho Cocteau en Les parents terribles,  Welles en Macbeth, o incluso una puesta en letra cursiva de la parte teatral como Laurence Olivier en Enrique V. El retorno evidente del teatro filmado, al que asistimos desde hace diez años, se inscribe esencialmente en la  historia del decorado y de la planificación; es una conquista del realismo; no, ciertamente, del realismo del tema o de la expresión, sino del realismo del espacio, sin el que la fotografía animada no llega a ser cine.     

Bazin,André.- "La pantalla y el realismo del espacio" en Qué es el cine, ed. Rialp, Madird, 2004, Págs. 185-190                                 

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