miércoles, 6 de julio de 2011

Tema y tratamiento de Jean Epstein (para adaptación y acción dramática)

Ante la narración de una serie de acontecimientos, un poco cargada y animada, complicada por reveses y reparaciones, el oyente exclama espontáneamente: “Pero, lo que usted cuenta es una verdadera película”. Y, para destacar la exageración e inverosimilitud de cualquier pretexto, el hombre de la calle tiene esta réplica: “¡De seguro lo viste en el cine!” En verdad, la sobre carga de acción y novelería ha sido la primitiva característica del argumento de una película y no es de extrañar que continúe siendo estimada, puesto que una reciente encuesta del doctor Gallup ha establecido los diez y nueve años como edad mental media del público cinematográfico. No obstante, como también existe entre los jóvenes cierta cantidad de espectadores que no exigen ser atiborrados con aventuras folletinescas, también es lícito encarar el problema del argumento desde el punto de vista del adulto.
En pintura, en la medida en que ésta se libera del dibujo, sabemos que no hay más que un tema: la armonía de los colores. Los así llamados asuntos –se trate de natividades, de últimas cenas, descensos de la cruz de antiguos maestros, o de manzanas de Cézanne o guitarras de Picasso- sólo constituyen una excusa para pintar rostros, manos, telas , distintos objetos, superficies y volúmenes coloreados. No es que el conjunto sea inútil por completo, pero por sí mismo tiene poca importancia; sólo desempeña un papel soporte, análogo al de la tela que el pincel recubre hasta que no se la ve más. Desde el momento en que aparece la anécdota como motivo principal de un cuadro, éste tiene el valor de una simple ilustración, de una postal para el Salón de los Artistas.
            Ahora bien, en lo que se refiere al argumento, las estadísticas del Instituto Gallup comprueban que ningún género de historias tiene por sí mismo, más o menos éxito de público. Es decir que, al igual que en pintura y la mayoría de las artes, la naturaleza del tema es de importancia secundaria, sin verdadera relación con la calidad de la producción realizada. Ninguna clase de tema garantiza el éxito de un film como tampoco ninguna clase de tema conduce necesariamente al fracaso. De esto deducimos que el realizador dispone de toda libertad para tomar su tema donde quiera, sea una novela o una pieza de teatro. Pues tal argumento no debe ser más que un pretexto para filmar, registrar, registrar las armonías de movimientos vistos y oídos por los aparatos de toma de vista y sonido. Así como el más verdadero y profundo tema de toda pintura es la pintura misma, el más verdadero y profundo tema de todo film no puede ser otro que el propio cine.
            Y no se discute aquí una rigurosa teoría del arte por el arte, de la técnica por la técnica. Se trata de un principio de elección entre todos los argumentos de películas con destino comercial que el doctor Gallup no ha logrado jerarquizar, calificar o descalificar con criterio comercial. El valor de un tema depende primordialmente de las posibilidades que ofrece el tratamiento cinematográfico, a la aplicación de las facultades propias del instrumento cinematográfico. Es evidente que, desde ese punto de vista no son iguales todos los argumentos, pues no se prestan por igual a un tratamiento que satisfaga al sentido del cine del realizador. Pero es imposible afirmar anticipadamente que ese sentido del cine hallará o no ocasión para aplicarse tanto a un vaudeville como a un drama policial, en la adaptación de un poema romántico o de una tragedia clásica. Así, la cuestión es cada vez menos una cuestión de principios o de contenido que de adaptador, de persona. Si tal autor de films descubre en una biografía de Napoleón materia para soluciones puramente cinematográficas, este otro sólo ve en los amores de Cleopatra escenas de vieja ópera cómica.
            Es verdad que un argumento original, especialmente concebido para producir ciertos efectos cinematográficos, ofrece una senda ya trazada para la realización de una película interesante; pero cuántas novelas, cuentos, comedias y dramas aun mediocres, inspiraron tratamientos que han conducido a bellas producciones, plenas de calidad cinematográfica. Es necesario, pues, examinar prejuicio desfavorable que, respecto al principio de la adaptación, influye sobre el espíritu de los mejores críticos. Que el argumento se base en un episodio real o en la crónica policial, en una sinopsis de quinientas palabras o en un volumen de trescientas páginas, él siempre debe ser tratado o vuelto a tratar, únicamente en función de su riqueza en imágenes  y sonidos, los que determinarán una mayor precisión en el desarrollo del guión. De hecho, hay adaptaciones siempre que el transporte se efectué al mundo cuyo conocimiento llegamos por dos sentidos: la vista y el oído. Dadas iguales posibilidades cinematográficas en el tema y de sentido del cine en el adaptador, comprobamos que la naturaleza de la materia prima no influye sobre la calidad del tratamiento, con tal de que éste pueda ser realizado libremente, teniendo en cuenta su único objeto: hacer que el tema rinda al máximo de expresividad en términos de movimientos visibles y audibles.
            Y aquí una dificultad inherente a la adaptación cuando el autor de películas se halla coartado su respeto a la primera forma, no cinematográfica, de su argumento. Shakespeare es, sin lugar a dudas, una rica fuente de inspiración, pero es dudoso que alguna vez se obtenga de su obra un verdadero film, pues nadie se atreverá a aplicarle un tratamiento realmente cinematográfico, porque sería considerado y castigado como un sacrilegio. Análogamente, los literatos que pretenden por la adaptación de su obra en la pantalla, en general no hacen sino que oponerse a la plena explotación de los recursos cinematográficos del argumento. La película, en vez de tener que seguir tan fielmente cuanto le fuera posible al libro del que ha salido, debería más bien proponerse hacer olvidar por completo este origen.
            Supongamos que se acuerde al tratamiento una libertad gracias a la cual él pueda tornarse en un esbozo en el que se halle prefigurada la composición general de la película con las respectivas relaciones de las diferentes secuencias, la distribución de los principales valores cinematográficos, efectos de fotogenia y “golpes de cine”. Se alagará que este desarrollo no es tan anárquico como para no regirse por leyes de armonía que le sean propias. Poca cosa, en verdad. Indudablemente, analizando la subdivisión de los géneros, s posible determinar todas las recetas librescas o teatrales del misterio policial, del vaudeville, del melodrama, etc. Pero si buscamos reglas universales respecto de la construcción dramática del film, nos daremos cuenta de que aun la unidad de acción puede ser dejada de lado, como ocurre en las películas de episodios y “gags”. Subsiste entonces sólo una unidad propia del cine, la de un personaje que se pasea por todas partes y a quien le ocurre algo. Por otra parte, tal personaje puede ser un mero objeto: un viejo traje de fiesta abandonado en la casa de un ropavejero. La ligazón arquitectónica se hace entonces más tenue, más sutil: por ejemplo, una conversación sobre una idea, un diálogo que parecía continuarse a través de las épocas y en lugares muy diferentes, entre grupos de personas que se ignoran las unas a las otras y que sólo tienen en común, una inquietud sentimental o espiritual. En rigor, pues, el tratamiento sólo requiere un delgado hilo conductor que ni siquiera tiene necesidad de ser lógico, ya que cabe realizarlo también de acuerdo con la naturaleza propia del cine, con asociaciones de imágenes y sonidos, con analogías de sentimiento. Esta extrema economía y flexibilidad de estructura dignas de ser el ideal del argumentista, no solamente porque convienen a la perfección con el nuevo lenguaje de imágenes y ruidos, sino también por cuanto obedecen a una ley estética mucho más general todavía y que rige todo arte, todo trabajo: la obtención del máximo de efecto con el mínimo de materia.
            Este sometimiento superior a la ley del mínimo  se encuentra en la aptitud del relato cinematográfico, si no de suprimir, al menos de reducir considerablemente todo lo que es introducción, exposición, descripciones preliminares y disgresiones. El asiduo espectador cinematográfico se sorprende en el teatro ante los va-y-viene de los personajes que entran y salen, vuelven entrar y salir, abren y cierran, vuelven abrir y cerrar puertas, entre el patio, fondo, jardín. Este ballet parece un suplicio cómico infligido a los actores. En la pantalla –a menos que una entrada o una salida sea por sí misma una pieza en el funcionamiento del drama- estamos dispensados de asistir a estas maniobras de infantería; el objetivo capta a los protagonistas en vías de actuar o en plena acción. En el número de puertas que funcionan sin representar papel alguno a su film, se reconoce un realizador de poca experiencia. Este no es sino un ejemplo de mil tipos de elipsis por los que el cine torna caduca la lenta caligrafía de los comienzos y fines. Razón que explica –además del hecho de que la imagen es una presencia demasiado real para que le sea dable narrar de otro modo que no sea en el presente- por qué ya no cabe concebir tratamientos que se detienen en ubicaciones geográficas, históricas, familiares, psicológicas o que se extienden en conclusiones y consecuencias. El nudo se presenta tal como se va formando, ya casi anudado; luego, el verdadero problema es un momento de tensión dramática cuya solución conviene escamotear, pues siempre es falsa y rara vez verosímil. En realidad, una situación dramática no puede ser desatada con más facilidad que el nudo gordiano, que cuando se lo desataba por una punta, volvía a enredarse por la otra. Como tiene que ponerle fin, el dramaturgo, a ejemplo de Alejandro, cuya astucia no fue nada sutil, simplemente corta. 
    

Jean Epstein "Tema y tratamiento" en La esencia del cine, ediciones  Galeta Nueva Visión, 1957. Pág. 116 - 120                                                                                                         
    

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